Foto: funeral de O. Payá REUTER
 Por: Andrés Reynaldo/Miami
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Oswaldo Payá era un hombre decente y valeroso. Nada mejor que decir 
en este momento cubano de insondable sordidez. Murió, como otros 
opositores, como otros dirigentes caídos en desgracia, víctima de un 
enigmático accidente automovilístico. Desde hace décadas su nombre 
figuraba en la orwelliana lista de las no personas: aquellos que para la
 dictadura valen más muertos que vivos.
Como todo opositor en Cuba, Payá actuaba desde la lógica del 
martirologio. Su muerte es congruente con las circunstancias. Los Castro
 lo mismo abandonan al 'Che' Guevara en Bolivia que hunden una 
embarcación fugitiva con niños y mujeres a bordo. Lo hayan matado o no, 
para la conciencia de la nación, para nuestra memoria de pueblo, el 
escándalo consiste en que el Estado, la formal estructura de la patria 
de todos, lo haya preferido muerto.
Una popular cita de Mahatma Ghandi dice: "Cuida tus pensamientos, 
porque se convierten en tus palabras. Cuida tus palabras, porque se 
convierten en tus acciones. Cuida tus acciones porque se convierten en 
tus hábitos. Cuida tus hábitos porque se convierten en tu carácter. 
Cuida tu carácter porque se convierte en tu destino". Payá cuidó sus 
pensamientos, sus palabras. Al final, su destino acabó por hacerse 
ineludible. Si no fue ayer, sería mañana.
En el último año su tono había subido más allá de lo tolerable. 
Feroz, reacio, desesperado, fustigaba como nunca antes a la dictadura, a
 los nuevos mercaderes del diálogo y la reconciliación, a los 
cubanólogos que al cabo de medio siglo de disolución nacional siguen 
sedientos de hallar miel y mirra en un esputo de Fidel, y al cardenal 
Jaime Ortega, con sus obispos de cera y su brigada de respuesta laical.
En un comunicado de la Arquidiócesis de La Habana, el portavoz 
Orlando Márquez decía que Payá fue un católico que "desde su experiencia
 y vivencia de fe asumió un compromiso y trabajó por lo que consideró 
era bueno para Cuba". Lo que consideró era bueno para Cuba. Quizás la 
frase deba su obtusa  abstracción al miedo. Eso no la alivia de su 
perfidia. Lo que Payá consideró bueno para Cuba tiene un nombre: 
libertad.
Tal fue el grito de adiós a su cadáver en su humilde parroquia de El 
Salvador del Mundo, en la barriada del Cerro: "¡Libertad! ¡Libertad!". 
Las palabras que se hacen acciones, que se hacen destino. Payá le 
reprochaba a la Iglesia, nuestra Iglesia, que callara o, peor aún, que 
hablara en esa media lengua del esclavo. Pues si un deber tiene el 
cristiano es traer la palabra clara, precisa y ardiente. A nada le teme 
más la dictadura. A fin de cuentas, la opresión es un problema de 
lenguaje. De lo contrario, no hiciera falta la censura.
Al despedir el duelo, Ortega volvió a demostrar su dominio de la 
eufemística. Dijo: "Oswaldo vivió el papel desgarrador de ser un laico 
cristiano con una opción política en total fidelidad a sus ideas, sin 
dejar por esto de ser fiel a la Iglesia hasta el día final de su vida. 
Fue amable y atento con su obispo, a quien siempre decía respetar y era 
cierto que lo hacía". Así, combinando la asepsia de un itinerante 
canciller con la deferencia de un municipal catequista, la máxima 
autoridad católica de la Isla eludió definir la importancia del hombre 
que insertó en el quehacer civil cubano la doctrina de la Iglesia.
Ortega tuvo la oportunidad de imprimirle a esa despedida un giro 
catalizador, o al menos una sagrada dosis de esperanza. Es 
descorazonador que la Iglesia sea incapaz de leer lo que cada mañana 
amanece escrito en su fachada: que el país solo necesita una chispa de 
liderazgo para recuperar su secuestrado rostro.
Minutos después, ni corta ni perezosa, la dictadura cortó ventaja. 
Más de 50 disidentes y activistas fueron arrojados a patadas en oscuros 
ómnibus policiales que seguían el cortejo como fríos y repugnantes 
Leviatanes. Sin embargo, esta vez, la multitud cobró un alarmante número
 y un severo gesto. Las pocas consignas gubernamentales fueron acalladas
 con desdén. Accidente o asesinato, pese a la inhibición de una Iglesia 
que estaba llamada a marchar con la sotana remangada y la cruz en ristre
 al frente del coche fúnebre, el evento adquirió una fecunda calidad 
política.
Se equivocaría Raúl Castro en celebrar esta muerte. Con Payá 
desaparece probablemente una de las últimas y legítimas barreras frente a
 una no menos legítima oposición violenta. La determinación de la 
dictadura de retener el poder a sangre y fuego va estableciendo por 
contraste las coordenadas de la rebelión. Es una lección universal y 
Cuba no tiene por qué ser diferente. De hecho, en ese sentido, nunca ha 
sido diferente.
Me atrevo a pensar que Payá, como muchos otros cubanos, veía cuán 
cerca estamos de cruzar esa trágica frontera, cuán inevitable. Su vida, 
su destino, se avienen a estas palabras del capítulo 58 de Isaías:
 "¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos 
de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los 
quebrantados […]?"
Libertad. Bendito sea el hombre que merece llevarte en su epitafio.
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