La
noticia había recorrido todos los caminos para colarse en su casa bien
temprano en la mañana. Detrás de la puerta de su habitación, escondida
de todos, pero alerta, como siempre, pudo escuchar los gritos
desesperados, confundidos en la algarabía matinal. Nadie se preocupó por avisarle. Para "los otros", ella era algo irreal, inexistente. Era la sombra que se desliza por la vieja casa sin que nadie la vea.
Nadie sabía de sus secretos en
las largas noches de luna, de sus miedos, de sus recuerdos...
Recuerdos
buenos y malos que llenaban su vida y tenían el poder de cambiarle la expresión de su rostro, de su cuerpo, de sus manos y hasta de sus pasos al caminar cerca de las paredes o de los árboles del patio.
El recuerdo de José muchas veces iluminaba su cara volviéndola
niña... Con él se "sentaba" en el patio, buscando la sombra, debajo de
la mata de mango, y de su mano se dejaba llevar por los hilos del
tiempo...Su corazón latía con la misma intensidad de antaño, como si
reviviera al recuerdo de la plenitud de sus quince años cuando se
entregaba libremente al amor.
José era lo más hermoso que le había sucedido en la vida. Se enamoró de él desde
muy pequeña. Era su héroe, su estrella, el galán de su novela
adolescente. Juntos iban a la escuela, compartían los mismos amigos, los
mismos libros de versos y las mismas canciones. Sus recuerdos se remontaban a
las tardes de mayo, cuando apenas eran dos niños traviesos jugando,
cómplices autores de locas travesuras, en el patio de la abuela. Allí
pasaban horas
persiguiendo mariposas, tomeguines, lagartijas, hormigas y hasta a los
perros del barrio que, extraviados o por equivocación, cruzaban la verja
abierta por el descuido de los mayores.
Lo
mejor de aquellos encuentros infantiles sucedía al anochecer, cuando casi
todo estaba en penumbras y la luna no alumbraba las matas de mangos ni
de aguacates, ni siquiera uno de sus rayos alcanzaba al
alto mamoncillo. Los cocuyos, asustados, huían para no caer en las
manos de aquellos niños traviesos. Conocían muy bien aquellas extrañas
diversiones en las que terminaban enterrados en las pequeñas montañas fabricadas con aquellas manitas arrogantes, siempre afanadas en construir “una ciudad” en una “montaña” hecha con la tierra
recogida debajo del cocotero. Ciudad a la que ellos, los cocuyos, a
medio enterrar, debían alumbrar hasta altas horas de la noche.
Aquellas fiestas de verano en las noches sin luna, también eran
terribles para las pobres luciérnagas que quedaban atrapadas entre las
piedrecillas a las que le trasmitían sus destellos...
Los
años de la infancia volaron como lo hacen las aves cuando emprenden el
largo viaje sin retorno al nido que las vio salir del cascarón. Jacinta
y José, como todos, también crecieron.
Entre estudios, dichas, alegrías,
travesuras y fiestas un día los sorprendió la adolescencia y comenzaron a
sentir una fuerza interior que los llevaba a buscar los momentos
propicios y los lugares más apartados, donde no llegaran las miradas indiscretas de los chismosos del barrio.
Jacinta
recordaba las siluetas de ambos abrazadas, tratando de alcanzar lo
inaccesible; el lugar perfecto donde no llegan los miedos impuestos por
las costumbres y creencias de los viejos. Sola, a la sombra de los árboles del patio, día a día revivía su infancia... Las imágenes desfilaban recurrentes, en armonía, coherentes.
Entre
suspiros y alguna que otra lágrima, se "repetían" aquellos días en el
bosque, en que, entre mimos, canciones, juegos y retozos, terminaban
haciendo el amor sobre las flores silvestres del monte. Las
aguas del río, las nubes, el cielo y alguna que otra paloma torcaza que
por allí pasaba, fueron los únicos testigos de sus impulsos y de sus
hormonas revueltas, pero ninguno de ellos podría decir de qué manera aquellos adolescentes comprometían sus vidas al compartir las divinas experiencias del primer amor que sentían y disfrutaban a sus anchas.
Cuando
aquello su familia no sabía todavía por qué a ella le gustaba perderse
con su bicicleta calle abajo camino del embarcadero. Todas las tardes de
aquel verano inolvidable, cuando sus padres estaban ocupados en otras
cosas, José la esperaba y juntos rodaban por las calles del puerto hasta
perderse tras los árboles del monte, lejos de los caseríos de la zona.
Juntos
habían descubierto los parajes del río debajo de las grandes arboledas;
los campos de flores silvestres, las piedras y la quietud del atardecer
en esa zona
no visitada por nadie gracias a las creencias y tradiciones del pueblo.
Pueblo supersticioso que creía las historias trasmitidas de generación
en generación, inherentes a la idiosincrasia de la comunidad.
La
leyenda se remontaba a muchos años atrás, tan remotos que nadie podía
precisar la fecha exacta de lo que por allí ocurrió. Todos hablaban de
lo mismo cada vez que había una oportunidad para ello. Decían que "de
las ramas del viejo algarrobo se había ahorcado el Indio Julián una
noche de lluvia cuando descubrió que su esposa se había ido con el
otro..."
Los vecinos decían que "ese monte estaba embrujado con el ánima del indio vagando en pena por los alrededores, y que sus gemidos lastimeros se escuchaban más allá de la loma. Que en
las noches de lluvia o en los días de mucho sol, a cualquier hora,
incluso en las hermosas mañanas, podía escucharse el lamento de su alma
atormentada por los crueles castigos del infierno. Castigos que el indio
tenía muy bien merecidos por haberse privado de lo que Dios le dio: ¡La vida! El indio Julián, actuando ciego y sordo por el dolor de la doble traición, se olvidó por completo que la vida es lo más sagrado que nos entregan al nacer y que debemos cuidarla por encima de todo y protegerla como el más preciado de todos los tesoros.
Julián, pobre indio enamorado, no supo escoger, no supo cuidar su
vida y fue débil entregándole su alma al demonio al colgarse de un palo
del monte. No merece perdón de Dios quien atenta contra su vida . Es
débil quien no sabe enfrentar con valentía las ingratitudes que la vida
nos presenta como pruebas. Julian fue un cobarde; se
quitó la vida porque su morena se fue con un indio mal nacido que no
supo respetar la amistad y la hospitalidad que él le ofreció cuando lo
trajo a vivir a su casa el día que lo encontró herido, casi muerto a la
orilla del río. Ese indio, del que nadie recordaba el nombre, cuando él
lo recogió tenía quemado todo el pecho y andaba con el corazón
destrozado porque un rayo acabó con su casa, matando a
su esposa y a sus dos hijitos. Julián, buen cristiano, lleno de
generosidad, se apiadó de él, lo recogió , le brindó alimentos y lo
acogió como a un hermano por largo tiempo en su propia casa, permitiendo que Zulema, su esposa, lo cuidara con esmero todo el tiempo que estuvo enfermo...
Como
todos los adolescentes Jacinta y José no creían en esos cuentos
escuchados hasta el cansancio desde que tenían uso de razón. Se reían de
los viejos y cada tarde se aprovechaban de los mitos y prohibiciones,
para divertirse ampliamente sin pensar en los indios...ni
en los rumores, ni en las maldiciones que la india María había sembrado
al pie del algarrobo la tarde aquella en que vino, acompañada por los
vecinos del lugar, a
recoger el cuerpo de su hijo Julián, totalmente descompuesto por el
calor y casi despedazado por los picazos de las aves de rapiña que
merodeaban por el lugar.
Jacinta
y José nunca se preocuparon por saber cuándo y cómo sucedieron los
hechos que los viejos contaban, con lujos de detalles, sobre "los
algarrobos, las muñecas de trapos, las ceibas marcadas y las tantas
historias de jóvenes que no obedecieron las órdenes de los padres ni
escucharon los consejos de los viejos y al final terminaron atrapados por el alma del indio y junto a ella ahora se pasean como malos espíritus en pena condenados
a vagar por la zona.
Los viejos ponían un énfasis especial cuando
aseguraban que ya había un coro de almas dolientes, dueñas de aquellos
parajes cautivadores por su belleza, como todas las cosas que el
innombrable pone ante nuestra vista para seducirnos, y bien que les
advertían a la muchachada del barrio que los escuchaba embobecida, que el que se dejara llevar por las falsas apariencias de la armonía y la quietud del lugar, caería en las redes de los malos espíritus y terminarían como ellos condenados en las llamas del infierno"
Jacinta y José, intrépidos como todos los jóvenes de su edad, saludables y con las hormonas bien revueltas, solamente deseaban estar juntos, sin
testigos inoportunos, la mayor parte del tiempo posible. Pasaron meses,
desde la primavera, correteando por las orillas del río, debajo de los
algarrobos, cerca de las ceibas, sobre las flores silvestres, sin que
nadie los viera y sin temor a
ser sorprendidos por los indiscretos buscadores de noticias
aplastadoras. Ellos se dejaban arrastrar por los instintos y por esas
fuerzas internas propias de la adolescencia que nos dominan llevándonos a
incursionar en todas direcciones en busca de lo nuevo, sedientos de
dichas y de placeres hasta entonces desconocidos.
Cada
tarde los jóvenes enamorados llegaban más lejos y más cerca en sus
juegos. Un día descubrieron "la gran maravilla", seductora y divina, que
significa la entrega total. Ocurrió espontáneamente, sin premeditación
ni maldad, por instinto y por amor, fundieron sus cuerpos y sus
corazones tierna y apasionadamente. Ambos conocieron ese día los
placeres que brinda el sexo por amor. Desenfrenados y enamorados se
convirtieron en esclavos de aquel sentimiento que les regalaba la
imperiosa necesidad vital de estar juntos todo el tiempo. Fue como un vicio compartido con alegría, sin culpas ni miedos. Fueron meses de total felicidad, de crecimiento espiritual interior.
Vivían
consumidos por la fiebre del amor y la ansiedad que éste genera. Apenas
dormían en las noches devorados por el deseo de volver a estar juntos a
la orilla del río. En sus ojos la ansiedad, el
enamoramiento, el deseo y las hormonas, pusieron un brillo, un sello
especial, pero los tontos que los rodeaban no se percataron de eso. No
es raro, casi siempre las cosas hermosas no son captadas por quienes
debieran hacerlo. Son como los mensajes divinos que se pierden por falta
de fe. Para Jacinta y José el hecho de que
los demás no se percataran de su felicidad, no era un problema.
Cómplices de la dicha de estar juntos en aquellos parajes solitarios, se
sentían muy seguros.
Una noche, ya bien entrado el otoño, los despertó el alboroto de la vecindad. Después de haber hecho el amor por largas horas, extenuados, sin darse cuenta, se habían quedado dormidos. Desde lejos,
y cada vez más cerca, se escuchaban los ruidos y los gritos de los
vecinos que, organizados en brigadas, andaban buscándolos, totalmente desorientados y angustiados por el terror que les inspiraba aquel lugar, los llamaban por sus nombres:
_ ¡ Jacintaaaaaaaaaaa! ....
Josééééééééééééééééé!
Algunos
caminaban rezando, con una cruz en la mano y en la otra una gran vela o
un farol, otros iban gritando los nombres de los perdidos a la vez que
avanzaban por la vereda repartiendo golpes con un palo a diestra y siniestra, mientras los más austeros se dedicaban a tirar piedras por doquier para ahuyentar los malos espíritus...
La vieja Pancha les había dicho a todos en el barrio que ella vio a la pareja entrar al bosque temprano y que no se había preocupado de
avisarles antes porque todas las tardes los veía pasar y regresar sin
ningún problema, además de que, como siempre, les había advertido,
cuando la saludaron, que no se adentraran en el monte, que huyeran de los algarrobos, de las ceibas, de los pitirres y
de las flores. Como no los vio regresar y ya era tan tarde, -pasaban
las ocho -, decidió avisarles a todos porque se asustó al ver que caía
la noche.
Pancha lloraba desesperada
mientras se pasaba la mano por la cabeza. Se sentía responsable porque
su casa estaba ubicada en las afueras del pueblo, casi a la entrada del
sendero que conduce a esa parte del río, y ella, como persona mayor,
debía estar al tanto de los muchachos del barrio por si alguno se
escapaba y se colaba por esos lugares malditos. Pancha tenía miedo.
Temblaba de pensar que algo malo les hubiera sucedido. Al hablar, a la
anciana le temblaban las manos. Un fuerte escalofrío recorría toda su
columna vertebral....
Al
cabo de los años Jacinta todavía recordaba aquella noche que cambió su
vida para siempre. Recordaba aquella fatídica madrugada que la
sorprendió pensando por primera vez, en el indio Julián y en todas las
cosas que se decían de aquel lugar. Fue también la primera vez que tuvo
miedo de los augurios, de las amenazas, de las almas en penas, de las
murmuraciones y de las reacciones de sus padres...
Pero este día de hoy, es diferente. Diferente, aunque seguía atada...
Quería
huir del pasado. Jacinta se negaba a recordar, no deseaba salir al
patio a caminar por las rutas de lo tantas veces transitado...
Paró
de dar vueltas por la estrecha habitación. Se dejó caer en la cama. En
contra de su voluntad, una angustia solidaria la llevó de nuevo a los
inicios. Otra vez vivía los sinsabores de aquel día en que amaneció
cargada de miedos. Recordó las veces que le lloró y le imploró a su madre para que le quitaran el castigo, para que no la enviaran a casa de su tía Susana.
Su madre se negaba pensando que ella suplicaba porque no quería alejarse de José. La familia reunida la noche anterior había acordado mandarla para la casa de los tíos , bien
lejos del lugar, en otra provincia, en una ciudad donde no hay ríos, ni
montes, ni flores seductoras, ni jóvenes atrevidos como ese chiquillo
irresponsable, que no levanta una cuarta y ya anda buscando problemas de hombres...
Por
más que Jacinta lloraba, su madre no la escuchaba. La muchacha no tenía
valor para explicarle que el problema mayor no era la separación de
José, en aquel entonces estaba segura que
él la buscaría donde quiera que ella estuviera. El problema no era su
novio, sino el viejo Gregorio. Sentía miedo de su tío. El la miraba de
una forma que le sacaba los colores a la cara. Sabía que detrás de
aquellos ojos arrugados y brillantes se escondía un deseo reprimido. Lo
intuía cada vez que lo sentía cerca, con su respiración entrecortada y
su mirada perdida en sus senos adolescentes. Cuando sus manos frías y
babosas la tocaban, o cuando apretándola contra el pecho la besaba por
la fuerza, ella sentía una sensación desagradable, semejante a la que se
siente cuando tocamos uno de esos sapos feos, verdosos y húmedos que
nos parecen pequeños monstruos salidos de un pantano cercano.
La
familia, nunca supo de sus angustias en casa de la tía Susana. Tampoco
sabía de sus lágrimas amargas detrás de una ventana, ni de sus días
cargados de ansiedad suplicándole a Dios para que ayudara a su tío a
encontrar una amante que le calmara su salvaje y asqueroso apetito
sexual.
Siempre
tuvo miedo de decirle a sus padres el infierno que estaba viviendo en
aquella casa lejana, llena de perros y gatos ladrando y maullando a una
luna que nunca pasaba, mientras la tía dormía plácidamente, abrazada a
su almohada, disfrutando el sueño profundo que
producen las pastillas para dormir cuando se mezclan con el te de tila,
naranja, manzanilla y menta que el tío Gregorio todas las noches, como
un ritual, le servía a la esposa, con la mejor sonrisa dibujada en su
cara y que ella, la tía Susana, muy agradecida, inocentemente, consideraba ese gesto como
un profundo y delicado acto amoroso de su querido esposo, quien,
preocupado por su salud, la ayudaba a combatir sus largos insomnios
ofreciéndole aquel te de maravillas...
No. Nadie sospechaba de sus noches de sufrimientos y de sus miedos de
niña ultrajada, injustamente castigada por quienes debieron
protegerla. Estaba segura de que los viejos del barrio se equivocaban
con sus augurios y que por eso sus advertencias son en vano. El
infierno, al menos el suyo, no estaba en el bosque ni en los algarrobos,
ni en el río, ni en las flores, ni tampoco era cierto que el alma del
indio solamente vagaba
por aquellos lugares... No, nada de lo que le dijeron los viejos del
barrio era cierto. Estaba segura que de que los vecinos se equivocaban
en sus relatos al decir que los condenados se quedaban en las márgenes
del río o en los montes...
Ella había sentido al indio Julian y a todo su
séquito de almas en penas durante todo el tiempo que vivió en aquella
maldita casa. Los sentía cada noche cuando escuchaba los pasos de su tío Gregorio subiendo las escaleras después de dejar a la tía Susana dormida en el cuarto matrimonial ubicado en la planta baja.
Por aquellas horas de inocentes entregas amorosas a José cayó sobre ella la pena, la deshonra de la familia y los castigos...Tres
años de castigos nocturnos por haber tenido la osadía de entregar su
cuerpo virgen al amor de su vida. Fueron tres largos años viviendo la
condena de sentirse abusada, despreciada, mancillada, constantemente
violada.
Tres
años en los que cada noche debía soportar aquel monstruo que no
respetaba ni los días de recogimiento natural. Ni los dolores de ella,
ni los flujos sanguíneos lo detenían; al contrario, parecía que en días
como esos disfrutaba más, se volvía más fiero, más salvaje, buscándola a
todas horas, sin importarle si la tía dormía o no.
Aquel sapo verde se
pegaba a su cuerpo en contra de su voluntad, venciéndola por la fuerza
tras largos forcejeos, para penetrarla, hiriéndola, marcándola
cruelmente con sus zarpazos de macho alborotado.
Cuando
quedaba libre del morboso, ya en la ducha, debajo del agua por horas,
Jacinta no podía evitar las nauseas, los mareos y los vómitos. Al
recordar la crónica halitosis del viejo y la baba que le dejaba por
todas partes, la muchacha se alteraba, temblando de pies a cabeza y
hasta se le salía el orine, sin poder contenerse por mucho que tratara
de evitarlo.
Tres años viviendo en aquella casona y no fueron suficientes para liberarla del infierno.Un
día se miró al espejo: estaba mustia, como una rosa arrancada antes de
tiempo: marchita en su capullo. Estaba débil. Dejó de forcejear,
abandonándose a los caprichos del viejo, tratando de pensar en otra cosa
mientras él la poseía. Esa noche descubrió que, si no ofrecía
resistencias, el
calvario de tenerlo sobre ella duraba menos tiempo, aunque adolorida y
sintiéndose sucia a todas horas, comenzó a percibir que por lo menos su
mayor agonía comenzaba a disminuir.
Cuando
ya nada quedaba de su cuerpo de niña, cuando las ojeras se apoderaron
de todo su rostro, cuando su piel andaba tan pegada a sus huesos que
daba lástima mirarla y cuando ya no servía ni para lavar los trastos de
la cocina, su tía reparó en ella y decidió llamar a su hermana para que
viniera a buscarla por temor a que su "adorada "sobrinita se muriera
allí, de tanta pena por el amor que había dejado en el pueblo. Ya
la "niña" tenía 18 años y era el momento preciso para que ellos, sus
padres, decidieran si le permitían o no que José la visitara."
Jacinta
regresó a su casa convertida en una sombra. Tenía 18 años y era toda
una desgraciada silueta de mujer enloquecida y triste vagando por los
rincones.
Sus tíos se mostraban
satisfechos como si en realidad hubieran cumplido con el sagrado deber
de proteger a la muchacha de las maledicencias del vecindario.
Hipocresía total. Para ese entonces ya los vecinos se habían olvidado
de la tragedia, quizás hasta habían
perdonado o tal vez comprendido mejor los
descalabros de la chiquilla que, sin haberse casado, se entregó a un
desconocido mocoso, a un don nadie, mancillando la honra y el buen
nombre de toda la familia.
Otra
vez Jacinta se levantó de la cama dispuesta a todo. Se miró al espejo y
se preguntó si valía la pena fingir un dolor que no sentía, si valía o
no la pena acudir a la capilla donde estaba toda la familia reunida
llorando sin consuelo.
Habían pasado trece años. Durante todo ese tiempo, ella era el
fantasma que recorría las habitaciones de la vieja casa, matando el
tiempo mientras hacía los cotidianos quehaceres domésticos para ayudar a
su madre, quien se decía muy enferma por los achaques propios de la
edad, reclamando descanso para el cuerpo y para el espíritu.
Al
terminar las faenas del día, casi siempre en horas de la tarde, cuando
sus padres dormían la siesta, Jacinta se iba al patio a sentarse a
caminar en el tiempo, rodeada por las gallinas, los conejos, los gansos y
las matas de rosas; embriagada muchas veces por la brisa o por el olor
de los mangos maduros o de los naranjos en flor, se dejaba llevar por
los hilos que tejen los recuerdos... Lentamente su mente luchaba por
liberarse para siempre.
Jacinta,
refugiada en la costumbre de inventarse historias peregrinas para
combatir sus miedos en las noches, habitaba otros planetas . Cerraba la puerta de su cuarto con tres cerrojos y al menor ruido su cuerpo se
tensaba en acecho, buscando en la oscuridad de su habitación los
monstruos que llegaban a montones a saciarse en sus carnes famélicas,
desnudas de cobijas y de caricias. Eran pesadillas que la atormentaban y
no la dejaban dormir. Era el sapo verde que siempre estaba allí,
persiguiéndola, atormentándola, buscándola como un salvaje en celo,
forcejeando con ella irresistiblemente para violarla una vez más.
Muchas
veces quiso huir de sí misma, inventándose otro nombre, otra
personalidad, otra historia...Riendo a carcajadas trataba de ahuyentar a
los monstruos que la acechaban a todas horas.
Otras veces, mientras peinaba su larga cabellera, tarareaba
una canción de cuna y hablaba con la almohada transformada en el niño,
fruto de sus amores con aquel joven apuesto que una vez la amó y le bajó
la luna y las estrellas del cielo para que ella se construyera la
mágica carroza que la llevaría por el mundo protegida, bañada con los
rayos de las luces siderales.
No
obstante, por más que se esmeraba en creerse otra, siempre venían los
malos pensamientos trayéndole de vueltas los monstruos y los sapos
verdes y los te de tilo, naranja, manzanilla y menta y los paquetes de
pastilla sobre la mesita de noche y los ruidos en la escalera, todo eso a
veces se mezclaba con la imagen de la tía rendida en la hamaca del
patio en las tardes de estío, rodeada de gatos y los perros aullando en
el granero donde tantas veces su pudor de niña quedó destrozado por la
desmesurada libido de su tío, quien le mostraba sus partes privadas
exaltadas, desnudas a plena luz del día, mientras se acercaba para
decirle al oído que lo esperara por la noche y le tomaba la mano
obligándola a tocarle aquella cosa fea que parecía sacada de un libro de
horror, como una larga y gorda morcilla
cubierta de pellejos blancos y apestosos que de solo verla le daban
deseos de vomitar.
Cada vez que esos olores y esas imágenes llegaban así, de improviso sacándola de su mundo mágico, un alarido se escapaba
de sus labios. Trataba, a través de ese grito, huir de esas visiones,
se tapaba la nariz y corría para el baño a vomitar, cuidando de no
ensuciar las paredes y el piso que con tanto esmero limpiaba cada día,
como todas las cosas de la casa.
Sucio. Todo estaba sucio para ella. A
pesar de sus esfuerzos y sus constantes tiraderas de aguas olorosas por
todos los rincones, estaba segura de que algo fallaba, porque mientras
más limpiaba, y más se bañaba, más sucia se sentía y todo alrededor de
ella le parecía necesitado de una limpieza más profunda. En días así, a cualquier hora, impetuosamente, tiraba agua por todas partes; agua con detergente, jabón y colonia de violeta, agua que llegaba también a las cortinas, a los adornos, a las lámparas y a los cuadros colgados en las paredes, los cuales, de tanta limpieza ya habían perdido todos los colores.
Esta
mañana, Jacinta se comportaba diferente: estaba calmada, actuaba
fríamente, estudiando cada movimiento, cada gesto...Iba de la cama al
espejo y del espejo a la cama, debatiéndose entre el ir o no ir,
calculando los pro y los contra entre el deber familiar y el deber
personal, entre "el qué dirá mamá, qué dirá papá, qué diran las
hermanas, qué dirán las tías, que dirá el Santo Padre que dará la misa,
qué dirá la tía Susana, ...y qué realmente debo hacer"
Al
fin tomó una decisión. Se bañó otra vez. Se vistió con sus mejores
galas: su suave y "elegante" vestido de terciopelo rojo y sus zapatos de
charol; se puso un poco de colores en el rostro. Luego de acicalarse como nunca antes , salió directo para la capilla de la vieja Iglesia del pueblo donde estaba tendido el ilustre muerto.
Allí estaba toda la familia reunida, conmovida y triste llorando sin consuelo. Nadie
se explicaba qué había pasado, si solo hacía dos días el ahora difunto,
parecía tan alegre, tan optimista... Había estado en la casa por largas
horas, como siempre hacía cada vez que venían al
pueblo de vacaciones, en aquellos meses de verano que les daba por
descansar en el rancho de la finca de los abuelos. Esta vez andaba sin
prisas y estuvo en el patio con Jacinta mirando las rosas y celebrando
el buen tiempo, con sus bromas de siempre.. Nadie entendía por qué ahora
estaba ahí tendido, si lucía tan rozagante y fuerte como todo un hombre
saludable, como el guajiro campechano que siempre fue aunque viviera en
la ciudad, en su casona de grandes patios coloniales donde los animales
andaban a gusto.
_¡Pobre
Don Gregorio! y otra vez al decir o escuchar esta frase todas las
mujeres de la familia, llorando al unísono, se acercaban para abrazar a
la desconsolada viuda. Mientras los hombres salían al portal a fumar sus
largos tabacos o sus cigarrillos para matar el tiempo esperando por la
misa.
El
forense que le hizo la autopsia buscando las razones de esa muerte
repentina, todavía no tenía los resultados de los exámenes. Según lo
establecido, tendrían que esperar por lo menos un mes para saber la
verdad de lo ocurrido al viejo.
Al
llegar, Jacinta se detuvo unos minutos en la puerta de la capilla. En
silencio los observó a todos por unos minutos. Luego, con pasos firmes y
decididos se acercó al féretro. Se inclinó un poco para mirar al
muerto. Lucía elegante. Lo habían bañado, maquillado; hasta le habían
quitado la peste... Parecía todo un gran señor: noble, indefenso,
delicado en su palidez mortal... Siguió observándolo por un tiempo
prolongado sin decir ni una palabra, mientras los presentes la miraban con la respiración en vilo, entrecortada, por temor a lo que pudiera pasarle a la supuestamente muy dolida sobrina preferida de Don Gregorio...
De
pronto, inesperadamente, sorprendiendo a todos, la muchacha comenzó a
reírse a carcajadas, su risa descompuesta, altisonante se elevaba por
los aires..
Toda
la familia se asustó al verla tan loca, tan “alegre". Su madre se le acercó
tratando de abrazarla, pero Jacinta la detuvo, apartándola bruscamente
de su lado, mirándola por primera vez en toda su vida, con los ojos
llenos de rabia. Era la mirada de un fiera fuera de control.
Luego,
ya dueña de la situación, la joven se volteó para que todos pudieran
verle la cara,. Les mostró sus manos abiertas, con los brazos
extendidos. Las volteaba una y otra vez para que pudieran verlas, quería
que se convencieran de que habían estado muy sucias. Terriblemente sucias las sintió durante más de quince años. Tan sucias que toda el agua del mundo no le alcanzaba para limpiarlas...
Alzando
la voz para que todos y en todas partes la oyeran, sarcásticamente y
soltando largas carcajadas entre palabras, les dijo:
“_
¡Ahí lo tienen! ... Ja ja ja ja ja ja ... ¡Mírenlo bien!... Ja ja ja ja
ja.... Pero ¡No busquen otro culpable! ... Ja ja ja ja... ¡He sido yo!... Ja ja ja ja ja, "
Después de un breve silencio, con voz calmada continuó:
_ Con estas sucias manos que pronto estarán muy limpias, le preparé el café, ¡su café!... Esta vez no me temblaron .¡ Al fin pude echarle los polvos que guardé por tantos años!
¡El arsénico lo mezclé con su café el último día que vino a visitarme!
Esperanza E. Serrano
Fort Myers, Fl, 2008
Nota>
la primera versión de este relato fue publicada en el 2009 en la revista digital Vancuba en su pagina web