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lunes, 24 de diciembre de 2018

Sueños de Navidad


Aquella mañana Laura salió más temprano que de costumbre. Miró el reloj: eran las cuatro de la madrugada. A pesar de los ejercicios de calentamiento y del baño, todavía tenía sueño.

Afuera todo estaba en calma. Reinaba la oscuridad de las madrugadas invernales, solo en los portales de algunas casas unas pequeñas bombillas desafiaban la noche. La luna estaba escondida, quizás detrás de una nube o perdida detrás de alguna montaña.

El aire frío de la madrugada la obligó a regresar a la casa. Diciembre recién comenzaba y ya la temperatura en la isla se sentía fresca. La muchacha sintió que debía abrigarse un poco o de lo contrario podría resfriarse. Al parecer el invierno llegaba temprano este año. Sacó el abrigo del closet. Lo miró con cariño. Estaba un poco gastado por las tantas lavadas, pero todavía se podía usar. Se sintió feliz. Pocas de sus amigas podían contar con un abrigo como aquel: “viejo, pero útil” Todavía servía para enfrentar los escasos frentes fríos del invierno cubano.

Salió nuevamente decidida a “luchar el pan del día a día y algo más”. La muchacha caminaba con pasos firmes, sin preocupaciones ni miedos a pesar de la hora. En el vecindario todos la conocían. No había nada que temer. Llevaba meses haciendo lo mismo. Ya estaba acostumbrada a salir por las madrugadas a buscar la mercancía que luego repartiría entre sus confiables clientes.

Manuel le garantizaba los cartones de huevos cada vez que llegaban a la carnicería. Era un negocio redondo para ambos, se repartían las ganancias a la mitad. El separaba los huevos y ella se encargaba de recogerlos y venderlos a precio de mercado negro a su gente de confianza, clientes fijos que le pagaban muy bien, sin regateos, desde hacía más de dos años.

Después del paso de  los huracanes todo se había complicado por la escasez de los alimentos y por la consiguiente falta del suministro de los mismos a las bodegas. Los riesgos eran mayores porque la persecución policíaca a los vendedores y compradores clandestinos, había aumentado considerablemente en lso últimos meses. Al que cogieran "in fraganti, nadie le quitaba de arriba unos cuantos años de cárcel. A Laura no le gustaba pensar en los riesgos. “Los malos pensamientos hacen daño”, se decía para contrarrestar cualquier intento de “flojera” Una y otra vez se repetía a sí misma que sí valía la pena arriesgarse para conseguir los dólares que necesitaba para cubrir los gastos más elementales de su familia. Su salario de maestra no le alcanzaba para nada.

Mientras caminaba se auto estimulaba calculando las posibles ganancias: la docena de huevos en el mercado negro estaba a $4.00, si lograba sacar todos los que Manuel le había separado, podría darse el lujo de celebrar las navidades con sus padres y sus dos pequeños. Quizás hasta le alcanzaría para comprarle un pequeño juguete a cada uno de sus hijos.

Laura pensaba en su hijita de cinco años que nunca había tenido ni siquiera un osito de peluche de verdad, ni un solo juguete de fábrica... y el niño, con sus tres añitos, sólo conocía los juguetes de palo que su tío Ramón le regalaba.

Con nostalgia recordaba su infancia. Antes, (tres décadas atrás), por los menos una vez al año vendían juguetes por la libreta para los niños menores de doce años. Aunque ella nunca conoció de Los Reyes Magos ni de Santa , al menos tuvo una muñeca china y dos Loretas cubanas que su mamá le consiguió después de varios días de colas. Una muñeca por cada año que tuvieron la suerte de estar entre los primeros grupos de compra con la letra A.

"Total, _pensó _ tanto que las cuidé y terminé regalándoselas a mi sobrinita sin pensar que un día tendría una hija. Si lo hubiera pensado bien, mi hija hoy tuviera con que jugar. Ella no tiene una tía, ni nadie, que le regale sus muñecas usadas."

Cuando dobló la esquina vio dentro de la shopping un arbolito de navidad. Pocas veces en su vida había visto uno así, tan grande y tan brillante. Le pareció muy lindo, con sus luces de colores intermitentes, sus bolas de cristal, su estrella de colores allá en la punta, casi tocando el techo. Se detuvo a contemplarlo fascinada. No sabía por qué los arbolitos de navidad le hacían pensar en cosas prohibidas: en los turrones de Jijona y el mazapán que su madre siempre mencionaba cuando llegaba esta época del año. También le venía la imagen del puerco asado en púa que solo había visto en fotos de familia, de cuando se celebraban las navidades en Cuba.

_ "Este año si que será difícil que alguien pueda asar un puerco entero, como están las cosas, cuando más, si se consigue, habrá que conformarse con un pollo para todos", pensó.

Este pensamiento la hizo volver a la realidad. Tenía que apurarse todavía debía caminar un par de cuadras más para llegar a donde Manuel la estaba esperando con los huevos, ya estaba casi amaneciendo y no le convenía que la vieran con el maletín. Los curiosos le preguntarían si se iba de viaje o si regresaba de alguna visita.

Se alejó de la vidriera con el firme propósito de traer a los niños por la noche para que vieran el arbolito. A lo mejor hasta les inventaba alguno para que aprendieran a celebrar la navidad y no le pasara como a ella, que creció sin arbolitos y sin canciones navideñas.

Laura caminaba de prisa sin dejar de pensar ..."Las vueltas que da la vida,_ se decía_ tuve hasta más de tres juguetes al año, y un televisor ruso en blanco y negro con Elpidio Valdés y el payaso Ferdinando que daba más deseos de llorar que de reir pero no tuve arbolito, ni navidades, ni reuniones familiares con un puerco asado en púa, ni turrones de Alicante y menos de Jijona..."

Sus hijos nacieron en una época en que ya no le venden ni tres juguetes al año a cada niño por la libreta. Solo por dólares se consiguen en la shopping y están carísimos.

Nuevamente pensó en su salario de maestra. No le alcanzaba ni para empezar, mucho menos para gastos extras por las navidades aunque fuera una vez al año. Si quería darle de comer a sus hijos y a sus padres, no le quedaba otra alternativa que seguir traficando con las cosas robadas que le traían sus amigos y compañeros de estudios y de trabajo. Sumando las pensiones de retiro de sus padres, y su salario, solo disponían para todos los gastos de un total de 870 pesos cubanos, no llegaban a $35.00 al mes. El dólar no se bajaba de los 25 pesos y para colmo con esa moneda nacional no se conseguía nada. Con eso no hay quien viva, sobre todo cuando hay niños pequeños.

Pensó en Andrés, el padre de sus hijos. No pudo evitar que las lágrimas se le escaparan. Quiso ser fuerte, respiró profundo… De un manotazo se limpió el rostro, tratando de olvidarlo todo, pero los recuerdos no se arrancan así como así, por más que intentemos caerle a puñetazos. Ahí estaban otra vez, lacerando..Hacía tres años que su esposo se había lanzado al mar en una balsa con la idea de reclamarlos. Nunca más se supo de él…

Apuró el paso. Otra vez logró cambiar el rumbo de su pensamiento gracias a sus cálculos matemáticos, y a las disyuntivas a las que tendría que enfrentarse una vez que tuviera el dinero.

"Para celebrar estas fechas navideñas hay que inventar de verdad. Los turrones cuestan muy caros. Tendré que escoger entre un turrón o un pedazo de puerco...Deja ver cómo me sale el negocio de los huevos... A lo mejor Tico me puede traer las cajas de tabaco Cohiba que le encargué para vendérselas al tío de María que vino de Estados Unidos y quiere llevarse tabacos cubanos de calidad.. Todo depende de que la suerte me acompañe…”

Después de caminar por más de cuarenta minutos, al fin llegó hasta el patio del viejo almacén, el cual se comunicaba con las ruinas de lo que antaño fue el teatro municipal, y que ahora era el punto preferido de los traficantes para recoger las mercancías que luego venderían a escondidas a sus clientes.

Se tropezó con Fulgencio que salía apurado con una jaba llena de sobres de café. Se saludaron con una sonrisa y un guiño cómplice, sin detenerse. La muchacha pudo distinguir en la penumbra la silueta de Manuel con el maletín.

Apresuró el paso hasta llegar a él. Lo saludó con la sonrisa de siempre. El le reclamó que llevaba horas esperando por ella, que se estaba arriesgando para ayudarla, que la cosa estaba muy delicada que tuviera cuidado al salir, y que acabara de cumplir lo que le había prometido. Volvió otra vez con la cantaleta de siempre y con las mismas mañas de toquetearla un poco, le dijo que tenía deseos de estar con ella, que se acabara de decidir, que la esperaría por la noche en uno de los cuartos que su amiga Luisa alquilaba para esos menesteres en su propia casa. Para recordar los viejos tiempos. Solo que esta vez, si le fallaba, se acabarían los huevos, los pollos y la carne que le conseguía.

La muchacha agarró el maletín, le pasó la mano por la cara y le dio un ligero beso en los labios. Lo miró zalamera mientras le decía:

_ "Lo que tú quieras, papito. Si le puedo dejar los niños a mi mamá, allí estaré a las nueveNo te olvides de llevar música y una botella de Habana Club. Piensa en lo que le inventarás a tu mujer porque esta vez quiero pasar la noche entera contigo. Si es por un ratico nada más, y apurado, no hay trato. Tú sabes que yo, cuando me embullo, me gusta a lo grande, y no de corre corre."

Siguió mirándolo coqueta y picarona, por un par de minutos mientras él se volvía todo nervios y balbuceos. Le dio otro beso de despedida mientras le acariciaba el pecho con zalamería femenina.

Por experiencia Laura sabía que Manuel no iría a casa de Luisa. Juana, su mujer, era demasiado celosa o lo conocía muy bien y no le permitía dormir fuera del hogar. Estaba más que segura que las cosas no pasarían de ser, si acaso, un deseo reprimido de parte de él.Quien sabe si el decía esas cosas por pura costumbre machista, típica del cubano que piensa que debe enamorar a cuanta mujer se le para delante y más en un caso como el de ellos que mantuvieron una relación  amorosa por años, cuando ambos no tenían hijos y estaban solteros

Afuera la luz del alba se iba adueñando de todo. Laura salió precipitada de las ruinas del teatro, cruzó la calle y dobló en dirección contraria a su casa. A última hora había decidido repartir primero la mercancía, aunque tuviera que faltar al trabajo. Recorrió los puntos entregando los encargos apresuradamente.

Intencionalmente dejó para el final a la Dra. Rosa María. La gente la vería salir de su consultorio. Eso podía ayudarla en caso de que alguien dudara de su "enfermedad". Con la Dra. no había problemas. Si le dejaba los huevos en $3.95 la docena, seguro que le daba un papel de justificación para presentarlo en la escuela. Por un momento pensó mejor pedirle un certificado de reposo por una semana aunque tuviera que rebajarle cincuenta centavos a cada docena de huevos. Pero no. Imposible..Esta vez tenía que conformarse con la justificación del día. No podía darse el lujo de perder ni un centavo más en el negocio.

Pensó en sus alumnos. Otro día más que pasarían con la auxiliar de limpieza, sin recibir clases y haciendo cualquier cosa. A lo mejor tenían suerte y los llevaban para el museo o para el parque a jugar. "Allá la escuela que se las arregle como pueda". Luego continuó con su soliloquio:

"Si pagaran mejor yo no anduviera en estos rollos. Estaría todavía en mi cama acurrucada, sin este frío que me cala los huesos, sin estos huevos que me traen sofocada y sin esta angustia de no tener ni un quilo para celebrar la navidad aunque sea una vez en la vida, como se hacía antes, para que nadie me cuente, y para que mis hijos vivan la ilusión de que existen tres Reyes Magos que una vez al año recorren las calles del pueblo, entran en las casas con sus sacos llenos de juguetes para dejarles regalos a los niños buenos".

Mientras caminaba con la mente ocupada en las navidades y en los Reyes Magos se olvidaba de todo...  Como de costumbre, tocó en la puerta del consultorio para dejar los últimos cartones...Sólo que esta vez llegó en un momento totalmente inoportuno.

Adentro, dos policías hacían un registro. Alguien le había informado a la jefatura de la unidad que en el refrigerador del consultorio la Dra. tenía pomos de puré de tomate hecho en casa para venderlos a sus pacientes y clientes del mercado negro.

Esperanza E. Serrano
Dic. 2008

viernes, 5 de octubre de 2018

Soñar no cuesta nada




"Soñar no cuesta nada"
Dicen que soñar no cuesta nada. Quizás por eso Aurelia se la pasa soñando con un turista rico que la saque de Cuba.
Nació en un pueblo de campo, un batey de lo que antaño fuera un productivo central azucarero, y que ahora sólo es la ruina reveladora de un pasado mejor.
La miseria del cada día llevó a sus padres a no desear ni tener otros hijos. Quizás por eso ella siempre se creyó princesa, aunque anduviera con los pies descalzos y la cabeza rapada para evitar los piojos que llenaban las paredes del aula en su escuelita perdida en el monte.
Un día le llegó la adolescencia y con ella el destino a una escuela en el campo para continuar los estudios secundarios. Se internó con doce años y la pubertad a flor de piel.
En la escuela conoció a Wilfredo, el profe de matemáticas que le enseñó, no los números y las ecuaciones que nunca le interesaron, sino el sexo libre y por la libre.El sexo que produce placer aunque carezca de sentimientos, aunque se sea una niña y todo parezca extraño. En esa asignatura del sexo, Aurelia fue una alumna aventajada, quizás por curiosidad o tal vez por la necesidad de saciar los impulsos provocados por las hormonas revueltas...
Con doce años y sin haber tenido aún su primera menstruación, la linda Aurelia podía competir con las más adelantadas como lo haría cualquier meretriz de la antigüedad para adueñarse del mercado. A los catorce su profesor de historia, Clemente Hidalgo, un habanero cumpliendo el servicio social allá en el monte, le aseguró que ella era mejor en la cama que la misma reina Cleopatra.
Clemente se hizo amigo de sus padres. En cada visita les hablaba del mismo tema, embullándolos para que se mudaran para La Habana, porque allá "les iría mejor". Les aclaró que si las "cosas se hacen bien " no les aplicarían la ley de la ilegalidad establecida para los que viven en el interior y se trasladan para la capital sin tener los documentos requeridos legalmente para demostrar que poseen un lugar donde vivir en la capital. Les aconsejó que confiaran en él:
_ "Con los contactos que tengo en La Habana y con dinero, todo se puede resolver", les dijo.
Sin muchos esfuerzos los convenció para que dejaran todo por detrás. Les hablaba del talento de la niña "privilegiada", gracias al cual no debían preocuparse por nada. El les garantizaba que todo saldría bien y al final terminarían agradeciéndole lo que estaba haciendo por ellos. Estaba seguro que sería un buen negocio. Los turistas españoles, italianos, canadienses....pagarían una buena suma por compartir unas horas con ella en una cama en un buen hotel cubano...
El negocio echó andar en poco tiempo. A los dos años todo iba muy bien: Clemente manejaba un carro remodelado por cuarta o quinta vez, un Chevrolet del año 1950, pintado de negro y con algunas piezas plateadas muy brillosas que provocaban la envidia de cualquiera en la Isla. Los dólares, los euros y los chavitos fluían por todas partes, gracias a las dotes naturales y extraordinarias de la linda guajirita convertida en capitalina gracias a su profe de historia moderna.
Con solo 16 años ya la otrora niña logró uno de sus sueños: acomodar a sus padres para que no les faltara nada. El matrimonio está feliz, orgulloso de su hija.Tienen un apartamento pequeño allá en la zona del viejo Vedado. Apartamento que un turista italiano le dejó a la niña después de negociar con su dueña, una señora mayor que se iba del país quien, ayudada por la jefa de la Dirección de Viviendas de La ciudad de La Habana, pudo violar las leyes para vendérselo por una buen suma de euros. Todo se arregló para que en los papeles apareciera legalmente como un caso de permuta "humanitaria", de una casa en un batey en un pueblo perdido en el interior de Oriente por un apartamento en el Vedado. Maravillas del socialismo cubano que hace posible los sueños de una campesina de vivir en La Habana gracias a la magia de los dólares que tienen el don de violar las leyes absurdas, abrir las puertas cerradas, tumbar las murallas y burlarse de todos...
Aurelia se mira al espejo y se siente atractiva. Sabe que es bella y muy sensual. Lo siente cuando la miran los ojos seductores y hambriendos de placer de los vecinos y de los transeúntes de las noches vacías.
Su cuerpo de gacela, su pelo largo, sus ojazos negros y la cadencia de sus caderas al caminar por las viejas y mugrientas calles de La Habana Vieja, le quitan la respiración a cualquier hombre a cualquier hora del día o de la noche cuando ella pasa en su ir y venir en busca de clientes extranjeros. Los piropos que le susurran al oído sus admiradores la mantienen viva en su empeño por alcanzar la libertad.
Clemente le molesta, ya no soporta que se quede con la mayor parte del dinero que ella gana acostándose con los viejos extranjeros que le insinúan que no es ella precisamente lo que buscan. Aurelia está llegando a la edad de las mujeres. Bien sabe que los turistas de la Habana prefieren las niñas con caritas de ángeles y ojos asustados.
Está cansada de las pesadillas del hambre pero sobre todo, de los tantos cuerpos sin rostro que han dormido con ella en los tantos hoteles exclusivos para extranjeros que circundan los cayos y playas de Cuba, cual trofeos de los tantos logros de la revolución castrista...
Con su pensamiento ido entre cálculos y gestos, calle arriba, calle abajo, Aurelia sueña con ablandarle el corazón a un buen turista, aunque sea un viejo muerto de hambre, para que se case con ella y se la lleve de Cuba...

Esperanza E Serrano




jueves, 18 de agosto de 2016

Una breve historia de amor

Aquella mañana Jacinta se levantó distinta. Se miró al espejo y sintió pena por ella misma. Se sentía cansada, vieja. No quería salir de su cuarto; necesitaba estar sola. Trataba de aferrarse a la idea de que esta vez Dios escucharía sus ruegos, y no la dejaría desamparada a su suerte
La noticia había recorrido todos los caminos para colarse en su casa bien temprano en la mañana. Detrás de la puerta de su habitación, escondida de todos, pero alerta, como siempre, pudo escuchar los gritos desesperados, confundidos en la algarabía matinal. Nadie se preocupó por avisarle. Para "los otros", ella era algo irreal, inexistente. Era la sombra que se desliza por la vieja casa sin que nadie la vea.
Nadie sabía de sus secretos en las largas noches de luna, de sus miedos, de sus recuerdos... 
Recuerdos buenos y malos que llenaban su vida y tenían el poder de cambiarle la expresión de su rostro, de su cuerpo, de sus manos y hasta de sus pasos al caminar cerca de las paredes o de los árboles del patio.
El recuerdo de José muchas veces iluminaba su cara volviéndola niña... Con él se "sentaba" en el patio, buscando la sombra, debajo de la mata de mango, y de su mano se dejaba llevar por los hilos del tiempo...Su corazón latía con la misma intensidad de antaño, como si reviviera al recuerdo de la plenitud de sus quince años cuando se entregaba libremente al amor.
José era lo más hermoso que le había sucedido en la vida. Se enamoró de él desde muy pequeña. Era su héroe, su estrella, el galán de su novela adolescente. Juntos iban a la escuela, compartían los mismos amigos, los mismos libros de versos y las mismas canciones. Sus recuerdos se remontaban a las tardes de mayo, cuando apenas eran dos niños traviesos jugando, cómplices autores de locas travesuras, en el patio de la abuela. Allí pasaban horas persiguiendo mariposas, tomeguines, lagartijas, hormigas y hasta a los perros del barrio que, extraviados o por equivocación, cruzaban la verja abierta por el descuido de los mayores. 
Lo mejor de aquellos encuentros infantiles sucedía al anochecer, cuando casi todo estaba en penumbras y la luna no alumbraba las matas de mangos ni de aguacates, ni siquiera uno de sus rayos alcanzaba al alto mamoncillo. Los cocuyos, asustados, huían para no caer en las manos de aquellos niños traviesos. Conocían muy bien aquellas extrañas diversiones en las que terminaban enterrados en las pequeñas montañas fabricadas con aquellas manitas arrogantes, siempre afanadas en construir “una ciudad” en una “montaña” hecha con la tierra recogida debajo del cocotero. Ciudad a la que ellos, los cocuyos, a medio enterrar, debían alumbrar hasta altas horas de la noche. Aquellas fiestas de verano en las noches sin luna, también eran terribles para las pobres luciérnagas que quedaban atrapadas entre las piedrecillas a las que le trasmitían sus destellos...

Los años de la infancia volaron como lo hacen las aves cuando emprenden el largo viaje sin retorno al nido que las vio salir del cascarón. Jacinta y José, como todos, también crecieron. 
Entre estudios, dichas, alegrías, travesuras y fiestas un día los sorprendió la adolescencia y comenzaron a sentir una fuerza interior que los llevaba a buscar los momentos propicios y los lugares más apartados, donde no llegaran las miradas indiscretas de los chismosos del barrio.
Jacinta recordaba las siluetas de ambos abrazadas, tratando de alcanzar lo inaccesible; el lugar perfecto donde no llegan los miedos impuestos por las costumbres y creencias de los viejos. Sola, a la sombra de los árboles del patio, día a día revivía su infancia... Las imágenes desfilaban recurrentes, en armonía, coherentes.
Entre suspiros y alguna que otra lágrima, se "repetían" aquellos días en el bosque, en que, entre mimos, canciones, juegos y retozos, terminaban haciendo el amor sobre las flores silvestres del monte. Las aguas del río, las nubes, el cielo y alguna que otra paloma torcaza que por allí pasaba, fueron los únicos testigos de sus impulsos y de sus hormonas revueltas, pero ninguno de ellos podría decir de qué manera aquellos adolescentes comprometían sus vidas al compartir las divinas experiencias del primer amor que sentían y disfrutaban a sus anchas.
Cuando aquello su familia no sabía todavía por qué a ella le gustaba perderse con su bicicleta calle abajo camino del embarcadero. Todas las tardes de aquel verano inolvidable, cuando sus padres estaban ocupados en otras cosas, José la esperaba y juntos rodaban por las calles del puerto hasta perderse tras los árboles del monte, lejos de los caseríos de la zona. 
 Juntos habían descubierto los parajes del río debajo de las grandes arboledas; los campos de flores silvestres, las piedras y la quietud del atardecer en esa zona no visitada por nadie gracias a las creencias y tradiciones del pueblo. Pueblo supersticioso que creía las historias trasmitidas de generación en generación, inherentes a la idiosincrasia de  la comunidad.
La leyenda se remontaba a muchos años atrás, tan remotos que nadie podía precisar la fecha exacta de lo que por allí ocurrió. Todos hablaban de lo mismo cada vez que había una oportunidad para ello. Decían que "de las ramas del viejo algarrobo se había ahorcado el Indio Julián una noche de lluvia cuando descubrió que su esposa se había ido con el otro..."
Los vecinos decían que "ese monte estaba embrujado con el ánima del indio vagando en pena por los alrededores, y que sus gemidos lastimeros se escuchaban más allá de la loma. Que en las noches de lluvia o en los días de mucho sol, a cualquier hora, incluso en las hermosas mañanas, podía escucharse el lamento de su alma atormentada por los crueles castigos del infierno. Castigos que el indio tenía muy bien merecidos por haberse privado de lo que Dios le dio: ¡La vida! El indio Julián, actuando ciego y sordo por el dolor de la doble traición, se olvidó por completo que la vida es lo más sagrado que nos entregan al nacer y que debemos cuidarla por encima de todo y protegerla como el más preciado de todos los tesoros.
Julián, pobre indio enamorado, no supo escoger, no supo cuidar su vida y fue débil entregándole su alma al demonio al colgarse de un palo del monte. No merece perdón de Dios quien atenta contra su vida . Es débil quien no sabe enfrentar con valentía las ingratitudes que la vida nos presenta como pruebas. Julian fue un cobarde; se quitó la vida porque su morena se fue con un indio mal nacido que no supo respetar la amistad y la hospitalidad que él le ofreció cuando lo trajo a vivir a su casa el día que lo encontró herido, casi muerto a la orilla del río. Ese indio, del que nadie recordaba el nombre, cuando él lo recogió tenía quemado todo el pecho y andaba con el corazón destrozado porque un rayo acabó con su casa, matando a su esposa y a sus dos hijitos. Julián, buen cristiano, lleno de generosidad, se apiadó de él, lo recogió , le brindó alimentos y lo acogió como a un hermano por largo tiempo en su propia casa, permitiendo que Zulema, su esposa, lo cuidara con esmero todo el tiempo que estuvo enfermo...
Como todos los adolescentes Jacinta y José no creían en esos cuentos escuchados hasta el cansancio desde que tenían uso de razón. Se reían de los viejos y cada tarde se aprovechaban de los mitos y prohibiciones, para divertirse ampliamente sin pensar en los indios...ni en los rumores, ni en las maldiciones que la india María había sembrado al pie del algarrobo la tarde aquella en que vino, acompañada por los vecinos del lugar, a recoger el cuerpo de su hijo Julián, totalmente descompuesto por el calor y casi despedazado por los picazos de las aves de rapiña que merodeaban por el lugar.
Jacinta y José nunca se preocuparon por saber cuándo y cómo sucedieron los hechos que los viejos contaban, con lujos de detalles, sobre "los algarrobos, las muñecas de trapos, las ceibas marcadas y las tantas historias de jóvenes que no obedecieron las órdenes de los padres ni escucharon los consejos de los viejos y al final terminaron atrapados por el alma del indio y junto a ella ahora se pasean como malos espíritus en pena condenados a vagar por la zona. 
Los viejos ponían un énfasis especial cuando aseguraban que ya había un coro de almas dolientes, dueñas de aquellos parajes cautivadores por su belleza, como todas las cosas que el innombrable pone ante nuestra vista para seducirnos, y bien que les advertían a la muchachada del barrio que los escuchaba embobecida, que el que se dejara llevar por las falsas apariencias de la armonía y la quietud del lugar, caería en las redes de los malos espíritus y terminarían como ellos condenados en las llamas del infierno"
Jacinta y José, intrépidos como todos los jóvenes de su edad, saludables y  con las hormonas bien revueltas, solamente deseaban estar juntos, sin testigos inoportunos, la mayor parte del tiempo posible. Pasaron meses, desde la primavera, correteando por las orillas del río, debajo de los algarrobos, cerca de las ceibas, sobre las flores silvestres, sin que nadie los viera y sin temor a ser sorprendidos por los indiscretos buscadores de noticias aplastadoras. Ellos se dejaban arrastrar por los instintos y por esas fuerzas internas propias de la adolescencia que nos dominan llevándonos a incursionar en todas direcciones en busca de lo nuevo, sedientos de dichas y de placeres hasta entonces desconocidos.
Cada tarde los jóvenes enamorados llegaban más lejos y más cerca en sus juegos. Un día descubrieron "la gran maravilla", seductora y divina, que significa la entrega total. Ocurrió espontáneamente, sin premeditación ni maldad, por instinto y por amor, fundieron sus cuerpos y sus corazones tierna y apasionadamente. Ambos conocieron ese día los placeres que brinda el sexo por amor. Desenfrenados y enamorados se convirtieron en esclavos de aquel sentimiento que les regalaba la imperiosa necesidad vital de estar juntos todo el tiempo. Fue como un vicio compartido con alegría, sin culpas ni miedos. Fueron meses de total felicidad, de crecimiento espiritual interior.
Vivían consumidos por la fiebre del amor y la ansiedad que éste genera. Apenas dormían en las noches devorados por el deseo de volver a estar juntos a la orilla del río. En sus ojos la ansiedad, el enamoramiento, el deseo y las hormonas, pusieron un brillo, un sello especial, pero los tontos que los rodeaban no se percataron de eso. No es raro, casi siempre las cosas hermosas no son captadas por quienes debieran hacerlo. Son como los mensajes divinos que se pierden por falta de fe. Para Jacinta y José el hecho de que los demás no se percataran de su felicidad, no era un problema. Cómplices de la dicha de estar juntos en aquellos parajes solitarios, se sentían muy seguros. 
Una noche, ya bien entrado el otoño, los despertó el alboroto de la vecindad. Después de haber hecho el amor por largas horas, extenuados, sin darse cuenta, se habían quedado dormidos. Desde lejos, y cada vez más cerca, se escuchaban los ruidos y los gritos de los vecinos que, organizados en brigadas, andaban buscándolos, totalmente desorientados y angustiados por el terror que les inspiraba aquel lugar, los llamaban por sus nombres:
_ ¡ Jacintaaaaaaaaaaa! .... 
  Josééééééééééééééééé!
Algunos caminaban rezando, con una cruz en la mano y en la otra una gran vela o un farol, otros iban gritando los nombres de los perdidos a la vez que avanzaban por la vereda repartiendo golpes con un palo a diestra y siniestra, mientras los más austeros se dedicaban a tirar piedras por doquier para ahuyentar los malos espíritus...
La vieja Pancha les había dicho a todos en el barrio que ella vio a la pareja entrar al bosque temprano y que no se había preocupado de avisarles antes porque todas las tardes los veía pasar y regresar sin ningún problema, además de que, como siempre, les había advertido, cuando la saludaron, que no se adentraran en el monte, que huyeran de los algarrobos, de las ceibas, de los pitirres y de las flores. Como no los vio regresar y ya era tan tarde, -pasaban las ocho -, decidió avisarles a todos porque se asustó al ver que caía la noche.
Pancha lloraba desesperada mientras se pasaba la mano por la cabeza. Se sentía responsable porque su casa estaba ubicada en las afueras del pueblo, casi a la entrada del sendero que conduce a esa parte del río, y ella, como persona mayor, debía estar al tanto de los muchachos del barrio por si alguno se escapaba y se colaba por esos lugares malditos. Pancha tenía miedo. Temblaba de pensar que algo malo les hubiera sucedido. Al hablar, a la anciana le temblaban las manos. Un fuerte escalofrío recorría toda su columna vertebral....
Al cabo de los años Jacinta todavía recordaba aquella noche que cambió su vida para siempre. Recordaba aquella fatídica madrugada que la sorprendió pensando por primera vez, en el indio Julián y en todas las cosas que se decían de aquel lugar. Fue también la primera vez que tuvo miedo de los augurios, de las amenazas, de las almas en penas, de las murmuraciones y de las reacciones de sus padres...

Pero este día de hoy, es diferente. Diferente, aunque seguía atada...
Quería huir del pasado. Jacinta se negaba a recordar, no deseaba salir al patio a caminar por las rutas de lo tantas veces transitado...
Paró de dar vueltas por la estrecha habitación. Se dejó caer en la cama. En contra de su voluntad, una angustia solidaria la llevó de nuevo a los inicios. Otra vez vivía los sinsabores de aquel día en que amaneció cargada de miedos. Recordó las veces que le lloró y le imploró a su madre para que le quitaran el castigo, para que no la enviaran a casa de su tía Susana. 
Su madre se negaba pensando que ella suplicaba porque no quería alejarse de José. La familia reunida la noche anterior había acordado mandarla para la casa de los tíos , bien lejos del lugar, en otra provincia, en una ciudad donde no hay ríos, ni montes, ni flores seductoras, ni jóvenes atrevidos como ese chiquillo irresponsable, que no levanta una cuarta y ya anda buscando problemas de hombres...
Por más que Jacinta lloraba, su madre no la escuchaba. La muchacha no tenía valor para explicarle que el problema mayor no era la separación de José, en aquel entonces estaba segura que él la buscaría donde quiera que ella estuviera. El problema no era su novio, sino el viejo Gregorio. Sentía miedo de su tío. El la miraba de una forma que le sacaba los colores a la cara. Sabía que detrás de aquellos ojos arrugados y brillantes se escondía un deseo reprimido. Lo intuía cada vez que lo sentía cerca, con su respiración entrecortada y su mirada perdida en sus senos adolescentes. Cuando sus manos frías y babosas la tocaban, o cuando apretándola contra el pecho la besaba por la fuerza, ella sentía una sensación desagradable, semejante a la que se siente cuando tocamos uno de esos sapos feos, verdosos y húmedos que nos parecen pequeños monstruos salidos de un pantano cercano.
La familia, nunca supo de sus angustias en casa de la tía Susana. Tampoco sabía de sus lágrimas amargas detrás de una ventana, ni de sus días cargados de ansiedad suplicándole a Dios para que ayudara a su tío a encontrar una amante que le calmara su salvaje y asqueroso apetito sexual.
Siempre tuvo miedo de decirle a sus padres el infierno que estaba viviendo en aquella casa lejana, llena de perros y gatos ladrando y maullando a una luna que nunca pasaba, mientras la tía dormía plácidamente, abrazada a su almohada, disfrutando el sueño profundo que producen las pastillas para dormir cuando se mezclan con el te de tila, naranja, manzanilla y menta que el tío Gregorio todas las noches, como un ritual, le servía a la esposa, con la mejor sonrisa dibujada en su cara y que ella, la tía Susana, muy agradecida, inocentemente, consideraba ese gesto como un profundo y delicado acto amoroso de su querido esposo, quien, preocupado por su salud, la ayudaba a combatir sus largos insomnios ofreciéndole aquel te de maravillas...
No. Nadie sospechaba de sus noches de sufrimientos y de sus miedos de niña ultrajada, injustamente castigada por quienes debieron protegerla. Estaba segura de que los viejos del barrio se equivocaban con sus augurios y que por eso sus advertencias son en vano. El infierno, al menos el suyo, no estaba en el bosque ni en los algarrobos, ni en el río, ni en las flores, ni tampoco era cierto que el alma del indio solamente vagaba por aquellos lugares... No, nada de lo que le dijeron los viejos del barrio era cierto. Estaba segura que de que los vecinos se equivocaban en sus relatos al decir que los condenados se quedaban en las márgenes del río o en los montes...
Ella había sentido al indio Julian y a todo su séquito de almas en penas durante todo el tiempo que vivió en aquella maldita casa. Los sentía cada noche cuando escuchaba los pasos de su tío Gregorio subiendo las escaleras después de dejar a la tía Susana dormida en el cuarto matrimonial ubicado en la planta baja.
Por aquellas horas de inocentes entregas amorosas a José cayó sobre ella la pena, la deshonra de la familia y los castigos...Tres años de castigos nocturnos por haber tenido la osadía de entregar su cuerpo virgen al amor de su vida. Fueron tres largos años viviendo la condena de sentirse abusada, despreciada, mancillada, constantemente violada. 
Tres años en los que cada noche debía soportar aquel monstruo que no respetaba ni los días de recogimiento natural. Ni los dolores de ella, ni los flujos sanguíneos lo detenían; al contrario, parecía que en días como esos disfrutaba más, se volvía más fiero, más salvaje, buscándola a todas horas, sin importarle si la tía dormía o no. 
Aquel sapo verde se pegaba a su cuerpo en contra de su voluntad, venciéndola por la fuerza tras  largos forcejeos, para penetrarla, hiriéndola, marcándola cruelmente con sus zarpazos de macho alborotado. 
Cuando quedaba libre del morboso, ya en la ducha, debajo del agua por horas, Jacinta no podía evitar las nauseas, los mareos y los vómitos. Al recordar la crónica halitosis del viejo y la baba que le dejaba por todas partes, la muchacha se alteraba, temblando de pies a cabeza y hasta se le salía el orine, sin poder contenerse por mucho que tratara de evitarlo.
Tres años viviendo en aquella casona y no fueron suficientes para liberarla del infierno.Un día se miró al espejo: estaba mustia, como una rosa arrancada antes de tiempo: marchita en su capullo. Estaba débil. Dejó de forcejear, abandonándose a los caprichos del viejo, tratando de pensar en otra cosa mientras él la poseía. Esa noche descubrió que, si no ofrecía resistencias, el calvario de tenerlo sobre ella duraba menos tiempo, aunque adolorida y sintiéndose sucia a todas horas, comenzó a percibir que por lo menos su mayor agonía comenzaba a disminuir.

Cuando ya nada quedaba de su cuerpo de niña, cuando las ojeras se apoderaron de todo su rostro, cuando su piel andaba tan pegada a sus huesos que daba lástima mirarla y cuando ya no servía ni para lavar los trastos de la cocina, su tía reparó en ella y decidió llamar a su hermana para que viniera a buscarla por temor a que su "adorada "sobrinita se muriera allí, de tanta pena por el amor que había dejado en el pueblo. Ya la "niña" tenía 18 años y era el momento preciso para que ellos, sus padres, decidieran si le permitían o no que José la visitara."
Jacinta regresó a su casa convertida en una sombra. Tenía 18 años y era toda una desgraciada silueta de  mujer enloquecida y triste vagando por los rincones. 
Sus tíos se mostraban  satisfechos como si en realidad hubieran cumplido con el sagrado deber de proteger a la muchacha de las maledicencias del vecindario. Hipocresía total. Para ese entonces  ya los vecinos se habían olvidado de la tragedia, quizás hasta habían perdonado o tal vez comprendido mejor los descalabros de la chiquilla que, sin haberse casado, se entregó a un desconocido mocoso, a un don nadie, mancillando la honra y el buen nombre de toda la familia.
Otra vez Jacinta se levantó de la cama dispuesta a todo. Se miró al espejo y se preguntó si valía la pena fingir un dolor que no sentía, si valía o no la pena acudir a la capilla donde estaba toda la familia reunida llorando sin consuelo.
Habían pasado trece años. Durante todo ese tiempo, ella era el fantasma que recorría las habitaciones de la vieja casa, matando el tiempo mientras hacía los cotidianos quehaceres domésticos para ayudar a su madre, quien se decía muy enferma por los achaques propios de la edad, reclamando descanso para el cuerpo y para el espíritu. 
Al terminar las faenas del día, casi siempre en horas de la tarde, cuando sus padres dormían la siesta, Jacinta se iba al patio a sentarse a caminar en el tiempo, rodeada por las gallinas, los conejos, los gansos y las matas de rosas; embriagada muchas veces por la brisa o por el olor de los mangos maduros o de los naranjos en flor, se dejaba llevar por los hilos que tejen los recuerdos... Lentamente su mente luchaba por liberarse para siempre.
Jacinta, refugiada en la costumbre de inventarse historias peregrinas para combatir sus miedos en las noches, habitaba otros planetas . Cerraba la puerta de su cuarto con tres cerrojos y al menor ruido su cuerpo se tensaba en acecho, buscando en la oscuridad de su habitación los monstruos que llegaban a montones a saciarse en sus carnes famélicas, desnudas de cobijas y de caricias. Eran pesadillas que la atormentaban y no la dejaban dormir. Era el sapo verde que siempre estaba allí, persiguiéndola, atormentándola, buscándola como un salvaje en celo, forcejeando con ella irresistiblemente para violarla una vez más.
Muchas veces quiso huir de sí misma, inventándose otro nombre, otra personalidad, otra historia...Riendo a carcajadas trataba de ahuyentar a los monstruos que la acechaban a todas horas. 
Otras veces, mientras peinaba su larga cabellera, tarareaba una canción de cuna y hablaba con la almohada transformada en el niño, fruto de sus amores con aquel joven apuesto que una vez la amó y le bajó la luna y las estrellas del cielo para que ella se construyera la mágica carroza que la llevaría por el mundo protegida, bañada con los rayos de las luces siderales.
No obstante, por más que se esmeraba en creerse otra, siempre venían los malos pensamientos trayéndole de vueltas los monstruos y los sapos verdes y los te de tilo, naranja, manzanilla y menta y los paquetes de pastilla sobre la mesita de noche y los ruidos en la escalera, todo eso a veces se mezclaba con la imagen de la tía rendida en la hamaca del patio en las tardes de estío, rodeada de gatos y los perros aullando en el granero donde tantas veces su pudor de niña quedó destrozado por la desmesurada libido de su tío, quien le mostraba sus partes privadas exaltadas, desnudas a plena luz del día, mientras se acercaba para decirle al oído que lo esperara por la noche y le tomaba la mano obligándola a tocarle aquella cosa fea que parecía sacada de un libro de horror, como una larga y gorda morcilla cubierta de pellejos blancos y apestosos que de solo verla le daban deseos de vomitar.
 Cada vez que esos olores y esas imágenes llegaban así, de improviso sacándola de su mundo mágico, un alarido se escapaba de sus labios. Trataba, a través de ese grito, huir de esas visiones, se tapaba la nariz y corría para el baño a vomitar, cuidando de no ensuciar las paredes y el piso que con tanto esmero limpiaba cada día, como todas las cosas de la casa. 
Sucio. Todo estaba sucio para ella. A pesar de sus esfuerzos y sus constantes tiraderas de aguas olorosas por todos los rincones, estaba segura de que algo fallaba, porque mientras más limpiaba, y más se bañaba, más sucia se sentía y todo alrededor de ella le parecía necesitado de una limpieza más profunda. En días así, a cualquier hora, impetuosamente, tiraba agua por todas partes; agua con detergente, jabón y colonia de violeta, agua que llegaba también a las cortinas, a los adornos, a las lámparas y a los cuadros colgados en las paredes, los cuales, de tanta limpieza ya habían perdido todos los colores.

Esta mañana, Jacinta se comportaba diferente: estaba calmada, actuaba fríamente, estudiando cada movimiento, cada gesto...Iba de la cama al espejo y del espejo a la cama, debatiéndose entre el ir o no ir, calculando los pro y los contra entre el deber familiar y el deber personal, entre "el qué dirá mamá, qué dirá papá, qué diran las hermanas, qué dirán las tías, que dirá el Santo Padre que dará la misa, qué dirá la tía Susana, ...y qué realmente debo hacer"
Al fin tomó una decisión. Se bañó otra vez. Se vistió con sus mejores galas: su suave y "elegante" vestido de terciopelo rojo y sus zapatos de charol; se puso un poco de colores en el rostro. Luego de acicalarse como nunca antes , salió directo para la capilla de la vieja Iglesia del pueblo donde estaba tendido el ilustre muerto.
Allí estaba toda la familia reunida, conmovida y triste llorando sin consuelo. Nadie se explicaba qué había pasado, si solo hacía dos días el ahora difunto, parecía tan alegre, tan optimista... Había estado en la casa por largas horas, como siempre hacía cada vez que venían al pueblo de vacaciones, en aquellos meses de verano que les daba por descansar en el rancho de la finca de los abuelos. Esta vez andaba sin prisas y estuvo en el patio con Jacinta mirando las rosas y celebrando el buen tiempo, con sus bromas de siempre.. Nadie entendía por qué ahora estaba ahí tendido, si lucía tan rozagante y fuerte como todo un hombre saludable, como el guajiro campechano que siempre fue aunque viviera en la ciudad, en su casona de grandes patios coloniales donde los animales andaban a gusto.
_¡Pobre Don Gregorio! y otra vez al decir o escuchar esta frase todas las mujeres de la familia, llorando al unísono, se acercaban para abrazar a la desconsolada viuda. Mientras los hombres salían al portal a fumar sus largos tabacos o sus cigarrillos para matar el tiempo esperando por la misa. 
El forense que le hizo la autopsia buscando las razones de esa muerte repentina, todavía no tenía los resultados de los exámenes. Según lo establecido, tendrían que esperar por lo menos un mes para saber la verdad de lo ocurrido al viejo.
Al llegar, Jacinta se detuvo unos minutos en la puerta de la capilla. En silencio los observó a todos por unos minutos. Luego, con pasos firmes y decididos se acercó al féretro. Se inclinó un poco para mirar al muerto. Lucía elegante. Lo habían bañado, maquillado; hasta le habían quitado la peste... Parecía todo un gran señor: noble, indefenso, delicado en su palidez mortal... Siguió observándolo por un tiempo prolongado sin decir ni una palabra, mientras los presentes la miraban con la respiración en vilo, entrecortada, por temor a lo que pudiera pasarle a la supuestamente muy dolida sobrina preferida de Don Gregorio...
De pronto, inesperadamente, sorprendiendo a todos, la muchacha comenzó a reírse a carcajadas, su risa descompuesta, altisonante se elevaba por los aires..
Toda la familia se asustó al verla tan loca, tan  “alegre". Su madre se le acercó tratando de abrazarla, pero Jacinta la detuvo, apartándola bruscamente de su lado, mirándola por primera vez en toda su vida, con los ojos llenos de rabia. Era la mirada de un fiera fuera de control. 
Luego, ya dueña de la situación, la joven se volteó para que todos pudieran verle la cara,. Les mostró sus manos abiertas, con los brazos extendidos. Las volteaba una y otra vez para que pudieran verlas, quería que se convencieran de que habían estado muy sucias. Terriblemente sucias las sintió durante más de quince años. Tan sucias que toda el agua del mundo no le alcanzaba para limpiarlas...
Alzando la voz para que todos y en todas partes la oyeran, sarcásticamente y soltando largas carcajadas entre palabras, les dijo:
“_ ¡Ahí lo tienen! ... Ja ja ja ja ja ja ... ¡Mírenlo bien!... Ja ja ja ja ja.... Pero ¡No busquen otro culpable! ... Ja ja ja ja... ¡He sido yo!... Ja ja ja ja ja, "
Después de un breve silencio, con voz calmada continuó:
_ Con estas sucias manos que pronto estarán muy limpias, le preparé el café, ¡su café!... Esta vez no me temblaron .¡ Al fin pude echarle los polvos que guardé por tantos años!
 ¡El arsénico lo mezclé con su café el último día que vino a visitarme!
Esperanza E. Serrano

Fort Myers, Fl, 2008
Nota>
la primera versión de este relato fue publicada en el 2009 en la revista digital Vancuba en su pagina web

martes, 22 de octubre de 2013

"El profe"



"El Profe"
Otra vez siente la piedra caer… Rodando al vacío… El calor y el sol le han quemado la piel. Su boca está seca. Quiere levantarse, lo intenta varias veces...


La playa, como siempre, está preciosa: el agua azul, transparente; tibia, limpia, seductora. Las olas serenas besan la blanca arena y las gaviotas vuelan en busca de un pedazo de pan.Bulliciosas revolotean alrededor de los indiferentes bañistas que a penas les prestan atención. Niños y jóvenes, ríen, retozan, corren por la arena, se zambullen, nadan, gritan, gesticulan, se alejan en busca de los arrecifes. Los novios se abrazan cómplices y felices, algunos se esconden de las miradas indiscretas.

El está allí, aunque nadie le hable. Siente su traje de baño desteñido, raído en algunas partes, fuera de moda, pegado a su piel. Su viejo y gastado short que aun le sirve para cubrir su pelvis y sus genitales gastados por el tiempo y el desuso. Sufre la inestabilidad de la cuerda floja en que se ha convertido su vida miserable. Nunca supo ser un buen acróbata. Se siente atrapado por los hilos que le ha tendido su propio destino y se tambalea borracho de alcohol y de amarguras.
Veinticinco años atrás se hizo maestro por vocación, convencido de que había nacido para educar al hombre nuevo. En sus clases de literatura insistía en la importancia de la solidaridad humana, la honestidad, el valor, el amor, la sencillez, el respeto, el orden, la disciplina, el sacrificio, la entrega desinteresada a una causa justa; la belleza espiritual inherente al hombre honrado y la fortaleza del ser humano para forjar su propio destino. En sus clases de hace algunos años, resaltaba el valor de la honestidad y de la sencillez. Combatía la altanería, la arrogancia la hipocresía, la envidia, la deshonestidad, la falta de carácter, la pobreza de espíritu, la doble moral. Trató de enseñarle a sus alumnos que todos los hombres son iguales, sin importar la raza, el color, la nacionalidad, ni el sexo.
Nunca se atrevió hablar de religión ni de afiliaciones políticas ajenas a la revolución cubana para no complicarse. Abordaba los temas politicos en sus clases cumpliendo las orientaciones metodológicas centarndo las discusiones en las diferencias entre socialismo y capitalismo; la URSS y USA, Cuba y el bloqueo imperialista, siempre a favor del socialismo. Otros temas políticos no formaban parte del programa de estudio.
Por los años 80 aun creía ciegamente en el internacionalismo proletario y en otras cosas que protagonizaban las grandes campañas ideológicas de aquellos tiempos. Creía que trabajaba y sacrificaba su juventud formando al hombre nuevo para erradicar de Cuba los rezagos del pasado: las desigualdades sociales, el hambre, la miseria, la prostitución, los malos vicios, la corrupción, el desempleo. Hablaba con entusiasmo de las luchas del proletariado por barrer las viejas instituciones burguesas tomando como ejemplo el realismo socialista, el cual enfatizaba los valores éticos y estéticos inherentes al socialismo, reflejados en las obras de la literatura soviética que conformaban los programas de literatura de la enseñanza media en Cuba en aquellos años,.
Cuando pocos hablaban de la conservación del medio ambiente, discutía con sus contertulios acerca de la necesidad de proteger los recursos naturales haciendo un uso racional de los mismos. Se manifestaba a favor de proteger y conservar el patrimonio cultural de cada región, de cada país. Discutiendo con sus amigos al final llegaban al consenso de trabajar en aras de lograr un mundo mejor, nuevo, distinto, diferente, justo, sin clases sociales antagónicas. El mundo que sería creado por el hombre nuevo al que, con orgullo creían que estaban formando en la escuela nueva: la escuela en el campo.
Han pasado los años y la realidad es otra. Ahora sufre porque se ha quedado solo, fuera de grupo y no puede descifrar en qué maleza se quedaron enredados sus sueños de educador. La conducta de sus alumnos lo defraudan. Lo aplasta mirar de frente este presente que es el futuro de aquellos años setenta, por el que sacrificó las mejores oportunidades de su vida personal al lado de su familia.
Siente en carne propia la inutilidad de su empeño. Piensa en las tantas horas trabajadas en la escuela en el campo, fuera de su jornada laboral, lejos de su esposa y de sus hijos, para cumplir con las tareas importantes asignadas por sus jefes como continuidad del proceso docente educativo. Horas de trabajo voluntario que muchas veces le hicieron sentirse orgulloso de sí mismo cuando lo seleccionaban vanguardia nacional en la emulación socialista de la escuela y del Municipio Especial Isla de la Juventud.
Ahora piensa en las tantas noches de guardia, en las tantas tardes perdidas en los campos de toronja tratando de inculcarle a los muchachos el amor por el trabajo agrícola. Estos recuerdos inevitables, le hieren. No puede evitar las lágrimas rodando por su mejillas. Sufre por él y por los otros tantos profesores que dedicaron más de un cuarto de siglo de sus vidas tratando de formar al hombre nuevo, ideal que se les escapó de las manos sin saber cómo ni cuando.
Sufre por ellos y por las noches y por las tardes que pasó fuera de su hogar, lejos de sus hijos, y de su esposa. Siente la culpa por los besos que no supo dar en el momento oportuno. La cruda realidad lo golpea sin piedad. Aun no puede asimilar el comportamiento de la gente en las colas, en las paradas de los autobuses, en las cafeterías, en los escasos mercados del pueblo, en las calles, en los vecindarios. Le duele el lenguaje chabacano de su pueblo que ha cambiado hasta la forma de saludarse. Ahora todos dicen que están: “… en la lucha, a ver qué se les pega, porque la jama está acurralá”
Le molesta la falta de sensibilidad humana, la desconsideración de los jóvenes con los viejos y los desvalidos. Le avergüenza el desenfado y la falta de pudor de esas muchachas, casi niñas, traficando con sus cuerpos, vendiéndose a los turistas extranjeros en plena calle y a plena luz del día sin que nadie proteste.
Siente rabia cada vez que le dicen que los padres de una de sus mejores alumnas tienen tratos con traficantes humanos para casar a su hija con un viejo extranjero que la ayude a salir del país o para que la visite dos o tres veces al año. Esos padres mal nacidos negocian el cuerpo de sus hijas con los turistas a cambio de dólares para comprar en las tiendas de recaudación de divisas abiertas por el Estado Socialista Cubano, en las que se encuentran los productos que no llegan al mercado donde aceptan el peso cubano, moneda con la que paga el gobierno a sus trabajadores. Los turistas son recibidos con agrados y hasta se quedan en las casas con las muchachas con el consentimiento de sus padres. Pensar que muchos hogares cubanos se han convertido en burdeles de pacotillas lo destroza. Busca alivio en el ron, aunque sabe que bebe para enajenarse de esa realidad que le golpea y lo deja desnudo en plena calle, aunque lleve puesto sus harapos.
Siente rabia por la degradación humana de aquellos que un día trató como amigos. No puede entender los gustos de esta nueva sociedad por las cosas de afuera. No puede entender ese afán de la juventud por salir del país en busca de ciudades opulentas, brillantes, repletas de bienes de consumo, ciudades desconocidas y lejanas. No sabe de dónde surgió de repente ese afán de todos por tener ropas extranjeras, vistosas elegantes.. Ese amor desmesurado por la sociedad de consumo no lo puede asimilar. No entiende ese desenfrenado deseo de la gente de tener y tener de todo: carros del año, ropas, zapatos, aparatos electrónicos, CD Player, VCR, y hasta antenas para coger canales y emisoras de radio extranjeras.
No. El profe, no entiende nada. Su capacidad no le da para entender qué está pasando a su alrededor. Para esto no fue que estudió cinco años en la universidad pasando hambre y haciendo sus propios zapatos para no ir descalzo al aula. Piensa que no estudió, quemándose las pestañas y pasando hambre en las becas, para ver cómo decenas de miles de muchachos jóvenes se están tirando al mar en balsas inseguras arriesgando sus vidas para llegar a la Florida en busca de una libertad que sienten no tener aquí. En ningún libro de literatura ha leido que padres desesperados pongan a sus hijos pequeños en riesgos lanzándose al mar con ellos en embarcaciones precarias repletas de seres humanos hambrientos, desquiciados, enloquecidos para llegar al otro lado sin medir las consecuencias del intento, ignorando lo que sucedió con el Remolcador 13 de marzo.
No puede olvidarse de Xiomara, su alumna soñadora que demostró ser muy buena para la actuación. Ella amaba tanto al Quijote que quería ser su Dulcinea. Ahora está enferma de SIDA, recluida en los Cocos, alejada de todos, hasta de los molinos de viento. Piensa en Alejandro, tan atlético, tan brillante, tan alegre y varonil cuando estaba en la escuela y ahora tan afeminado y delicado paseándose con ese viejo italiano por estas arenas tan blancas, sin importarle que lo vean cogido de la mano con ese asqueroso turista.
Las olas bañan su cuerpo. Está sediento. Se ha bebido las últimas dos botellas de ron que consiguió con su socio Manolo a cambio del arroz y los frijoles de la cuota de este mes. Borracho o no, no puede evitar que su mente se entretenga siempre en busca de un reencuento de su vida haciendole sentir que en algún lugar se ha quedado extraviada su brújula. Maestro por vocación y por decisión propia. Padre de familia, esposo y amante en otra época. Ahora se ha quedado sin mujer y sin hijos desde que ellos tomaron el camino de la salida ilegal del país.
Sigue trabajando en la misma escuela pero cada día se hace más difícil llegar a ella. Sus nuevos alumnos ahora son sus consejeros. Le dicen que no pierda su tiempo leyendo esos libros estúpidos y que mucho menos aspire a que ellos se los lean. La vida de la calle es muy distinta a lo que aparece escrito en blanco y negro. Por ellos aprendió que lo más práctico es copiar en la pizarra las preguntas y respuestas de los exámenes y así cada cual puede dedicarse a lo suyo con más tiempo. La vida cada día es más dura y hay que salir a la calle a luchar, como dicen todos, porque las cosas no caen del cielo. No puede negar que le gusta la filosofía de sus nuevos muchachos. Gracias a ellos ahora tiene más tiempo para buscar el azúcar y lo que necesita para fabricar su propio ron casero, y sobre todo para disfrutarlo a sus anchas, desde su apartamento, mientras mira la vida pasar bajo su balcón abandonado.
Lo que más le molesta de su embriaguez es su tendencia a erigirse juez de sí mismo. Le jode sentirse responsable por el fracaso del hombre nuevo. Se le cocina el hígado de pensar en su responsabilidad por la crisis de valores de la sociedad. Lo consume la impotencia por no saber cómo cambiar su mediocre destino . Su mujer se fue cansada de tanta invalidez, de tantas mentiras y de tantas peroratas con olor a alcohol barato. Sus hijos llegaron a decirle que se sentían avergonzados de él por ser uno más de esos borrachos apestosos que no saben adaptarse a los nuevos tiempos y creen que en el alcohol y el cigarro está la solución.
A pesar de todo lo que sus ojos ven día a día, “el profe”, no entiende el cambio. No entiende el derrumbe del socialismo cubano con su hombre nuevo. Siente que ya no merece ni un minuto de silencio porque solo sabe balbucear palabras sin sentido ni lógica. Debería estar alegre porque su socio Manolo, el director de la escuela, lo mantiene en su plaza de profesor de Literatura, pero se avergüenza cuando se queda a solas y piensa que no es por amistad, ni lealtad a otros tiempos, sino porque ninguno de sus alumnos ha suspendido ni una sola prueba. Todos tienen notas sobresalientes. Todos escriben sin faltas de ortografía en los exámenes y lo más importante, todos responden las preguntas perfectamente, tal como lo exigen los objetivos de los programa de estudio.
El profe está cansado. A estas horas ya no puede disfrutar el lindo paisaje de la playa. Está completamente ebrio, como todo un fracasado tirado a la orilla del mar. Ni las gaviotas se le acercan porque presienten que no tiene un mendrugo de pan para llevarse a la boca. Los que lo conocen saben que será el último en abandonar la playa o el primero en despertar en ella cuando el alba se asome en el horizonte.
Alejandro pasa nuevamente y no quiere mirarle. Le da pena confesar que el fue su profe de literatura. Su amigo italiano siente pena por aquel viejo tirado en la arena bañado por las olas y quemado por el indolente sol del mediodía. El muchacho le aclara que es inútil intentralo. En el hotel Colony no lo dejaran entrar aunque lo conocen de cuando era el vanguardia, pero ahora allí no aceptan cubanos, ni perros, solo turistas extranjeros y con discreción, algunos jineteros si son agradecidos y simpáticos, y sobre todo, si regalan sonrisas y dólares a su paso.
Siguen corriendo las horas y ya el sol se pone a lo lejos. La brisa abrazada con las olas le refresca su cuerpo adolorido. Se hace tarde. Trata de abrir los ojos. Intenta incorporarse, pero le faltan fuerzas. Otra vez siente el vértigo al mirar la piedra rodando hacía el vacío. Vuelven las imágenes y otra vez siente la voz lejana, conocida, que le dice en un susurro: “Si tú no te quieres a ti mismo, nadie puede hacer nada por ti. Solo tú eres dueño de tu suerte. Tu sabrás si te quedas tirado, borracho en esta orilla de la playa, bajo el cómplice silencio de todos, o te levantas de ti mismo, desde la nada donde te encuentras combatiendo tus miedos, para que puedas recuperar lo que has perdido.”

Esperanza E Serrano
Nueva Gerona, Isla de la Juventud, 1996