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sábado, 16 de noviembre de 2013

Así andan las cosas por mi país: Loquitos

Por José Hugo Fernández

Caballero andante, calle San Nicolás - Foto Jose Hugo FernandezLA HABANA, Cuba, noviembre, www.cubanet.org -La gente les llama loquitos, entre despectiva e indulgentemente. Son los jóvenes, adolescentes y hasta niños enajenados que zapatean las calles habaneras, buceando en los basureros, acopiando desperdicios, o asumiendo cualquier encomienda (limpiar parabrisas, cargar objetos pesados,  hacer payasadas de locos, las que se les pida), con tal de llevarse a la boca algún mendrugo.
Son las heces de la utopía revolucionaria. Frutos del alcoholismo, los hogares disfuncionales, las guerras en suelo ajeno, la zozobra, la desnutrición, el chasco. No hay una sola calle céntrica u otro lugar de concurrencia en que no se nos impongan a la vista, recordándonos que no somos tan inocentes como nos conviene creer, de cara a la debacle que condenó su existencia desde el germen.
El comentario general es que nunca antes se habían visto tantos loquitos deambulando por las calles de La Habana. Es verdad. Aunque ello no significa que ahora estemos peor que en décadas anteriores. Tampoco tiene que ser necesariamente una señal del modo en que el país se despide del edulcorado modelo “socialista”, para presentarse, sin afeites, tal y como nunca dejó de ser: una republiqueta subdesarrollada y tiranizada. Más bien lo que significa es que seguimos recogiendo las mieses del infortunio que sembramos hace medio siglo.
Más y menos dementes, más y menos agresivos o confianzudos o retraídos, más y menos abandonados por sus familiares, eludidos por la sociedad, desprotegidos por las instituciones oficiales, los loquitos son víctimas por igual de la encrucijada económica y del laberinto espiritual en los que nos embarcó el fidelismo.
Entre Chupi, el autodenominado Galán de la calle Rayo (un loquito, hoy ya en la treintena, que anda y desanda por el barrio chino desde la más tierna edad), y el niño de los disfraces que ahora mismo se dedica a divertir a los paseantes de la calle Obispo, discurre una historia de frustración, miseria y desamparo que, aceptémoslo o no, es parte de la historia personal de cada uno de nosotros, con la que todos estamos comprometidos, aunque no sea más que por aquello de que tanta culpa tiene quien mata a la vaca como quien le aguanta la pata.
En ningún otro caso encaja tan bien como en el nuestro, aquí y ahora, aquel diagnóstico de la célebre politóloga alemana Hannah Arendt, según la cual, el primer causante de las desgracias humanas no es el embate irracional de los políticos y los poderosos, sino la banal indiferencia y la impotencia gregaria de las masas.
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