1. Cuando La Habana era una fiesta / Se acabó la diversión...
El
6 de enero de 1959, día de Reyes, el Diario de la Marina publicó el
siguiente anuncio: “La Unión Nacional de Empresarios Cinematográficos de
Cuba ha acordado [...] abrir las puertas de todas nuestras salas,
absolutamente gratis, a todos los miembros de las valerosas tropas que
integran el Ejército de la Libertad, para que
disfruten de nuestros espectáculos mientras estén acampados en La
Habana.”El negocio del cine se unía así al fervor generado por aquella
revolución que prometía devolver las libertades políticas perdidas siete
años antes, con el golpe del general Fulgencio Batista.
La Habana era
por aquel entonces una de las capitales mundiales del séptimo arte. La ciudad,
alardeaban los cubanos, tenía más cines que Nueva York: 135 salas para
una población que no llegaba al millón de habitantes. Grandes estudios
como Warner, Twenty Century Fox, Columbia o Metro habían abierto centros
de distribución y talleres donde se formaban decenas de técnicos.
El
cine no era sólo un motor cultural sino una industria de primer
orden.Pero resultó que los dirigentes revolucionarios no supieron
apreciar el apoyo del gremio. Resultó, incluso, que eran alérgicos a esa
forma de entretenimiento
burgués. Y aquellas salas, las señoriales y las modestas de barrio,
fueron sucumbiendo a la construcción del socialismo. Hoy apenas
sobrevive unaveintena, para una población que rebasa los dos millones.
Las demás, enmudecidas, están cayéndose a pedazos, como todo en esa ciudad.
Y en la isla.
La Habana, dicen ahora pesarosos los cubanos, es un
cementerio de cines. Como también es un cementerio de librerías, de
mercados, de comercios... De esperanzas.Sobrevive algo de humor, cada
día más negro, en espera de la muerte del caudillo, ese desenlace
biológico que nunca llega. “Lo tienen " apuntalao" –comentan–, como los
edificios de La Habana Vieja.”
Calle Diez de Octubre con Santos Suárez.
El imponente cine Apolo se erige frente a la parada de la guagua. ¿Qué
dan ahora? La pregunta desencadena una cascada de reacciones.“¡Uyyy, no!
–dice un mulato–. ¡Hace años que está cerrado! Se rompieron las
máquinas y más nunca lo abrieron. Un cine hermoso era, con fuente de
soda y rositas de maíz.” “Y tenía aire acondicionado
–interviene una señora canosa–. Lo dejaron morir, como a todos. Sólo
han mantenido los de la calle 23 y la Rampa, en el Vedado.” Y las
vecinas, entre suspiros, hacen un repaso de las salas que había en la
colonia donde nació la inolvidable Celia Cruz: “El Moderno, el Dora, el
Atlas, el Fénix, el Santos Suárez...”, mientras señalan a todos los
puntos cardinales. “Ya no hay ni cartelera en el periódico.”
Algunos
blogueros cubanos documentan con fotos
el triste destino de los cines más emblemáticos: el Cuatro Caminos es
un aparcamiento, como el Shanghai. El Majestic, un almacén. El Rex y el
Dúplex, prodigios de la tecnología en los cuarenta, se hunden “en aguas
albañales”. El Capitolio es un almacén de construcción. El Campoamor,
un estacionamiento de bicicletas. El Cerro Garden, un taller mecánico.
Cuatro celebradas salas art decó han corrido suertes dispares: el
Infanta se incendió. El Manzanares se vino abajo. El Astral es utilizado
por la Unión de la Juventud Comunista, y el América ofrecía, cuando
pasamos ante él, un espectáculo humorístico titulado La esquina de
Mariconchi.
El cine había llegado a Cuba con la guerra de independencia y
el estreno de la república. La primera sala abrió sus puertas en el
Paseo del Prado en enero de 1897. Durante cinco décadas los habaneros
devoraron filmes estadounidenses, italianos y franceses, en doble
sesión. Las estrellas internacionales se paseaban por la ciudad. En el
barrio de Colón, el de los grandes estudios, los niños recogían del
suelo los descartes de las películas parafabricar petardos. Y los
vendedores esperaban con sus cestos de comida a la salida del pase de
medianoche. El cine era parte indisoluble de la vida de La Habana.Hasta
que “se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”. Tenía
razón el cantante Carlos Puebla. Se apagaron los proyectores. Se
confiscaron las películas. Las productoras abandonaron la isla. Las
salas fueron intervenidas por el Instituto Cubano del Arte e Industria
Cinematográficos (icaic). Casi un tercio cerró los primeros años.
El
nuevo gobierno se encargó de seleccionar las películas en función de
criterios ideológicos. Cintas soviéticas, checas y polacas subtituladas
se adueñaron de las pantallas, aunque nunca se prohibió deltodo el
“decadente” cine capitalista. El público desertó. Sin mantenimiento de
ninguna clase, el deterioro de las salas fue imparable.Nada queda del
eje cinematográfico por excelencia, Paseo del Prado y Parque Central,
jalonado por el Fausto (tan caro a Cabrera Infante), el Galatea, el
Capitolio, el Montecarlo, el Niza, el Sevilla o el Royal. Han
sobrevivido al cinecidio el Yara, el Payret o la gigantesca sala del
Karl Marx, antiguo Teatro Blanquita, todos construidos antes de 1959. El
régimen revolucionario los ha convertido en una vitrina internacional
donde se celebradesde 1979 el festival anual del Nuevo Cine
Latinoamericano. El principal responsable de esa estrategia ha sido
Alfredo Guevara, el gran santón de la cultura oficial cubana y censor
implacable desde la presidencia del icaic, que ocupó durante más de
cuarenta años. Guevara pasará a la posteridad por el demoledor retrato
que de él hizo Guillermo Cabrera Infante en su relato Delito por bailar
el chachachá.
2. El Carmelo de Cabrera Infante
Guevara
vino a interrumpir una tarde las ensoñaciones de Cabrera Infante, que
imaginaba entre el humo de su tabaco casamientos inmediatos con cuanta
hembra jacarandosa entraba en El Carmelo. En aquella cafetería, toda una
institución habanera, el escritor barruntaba lo que se avecinaba en
Cuba, mientras observaba las idas y venidas de egregios miembros de la
nueva casta política, que acababan de salir de un concierto en el
Auditórium, rebautizado Amadeo Roldán tras la Revolución.Entre ellos
estaba ese comisario de las artes y las letras, que se abrió paso hasta
él “como Bette Davis en Now Voyager”, con su traje de seda y su corbata
francesa, con su sonrisa gelatinosa, derramando efluvios de L’Air du
Temps. La Dalia, le había apodado Néstor Almendros. De cara a la
galería, Guevara ejercía de comunista virtuoso, al que disgustaba
sobremanera un Cabrera Infante fuera de su control. Quería, le dijo,
unirlo a su causa.Necesitaba su inteligencia. Y que dejara esa revista
cultural, Lunes de Revolución,
que difundía contenidos inapropiados como el arte “akstrakto”, la
literatura “biknik” o el jazz, productos todos del imperialismo.
La
escéptica respuesta del escritor fue su sentencia: seis meses después,
el aparatchik cerraba la revista.Cabrera murió en el exilio y es hoy uno
de los muchos autores proscritos en Cuba. Guevara es un anciano (ya murió) al que
pasean bajo palio y que se lamenta de que “La Habana está sumergida en
la chusmería y en la vacuidad”. Y El Carmelo languidece en la misma
esquina de Calzada con la calle D, víctima del perverso sistema de la
doble moneda.
Aquí se impone una pequeña digresión técnica para explicar
la insólita política del Banco Central. Los cubanos reciben sus salarios
en pesos (veinte dólares mensuales en promedio), pero la moneda
nacional sólo sirve en las bodegas de alimentos
básicos subsidiados por el Estado, en algunos restaurantes baratos, en
lo que queda de los cines, en el transporte público o en las tiendas de
ropa reciclada. En cambio, la carne de res, la mayoría de las medicinas,
la ropa decente, los televisores, los teléfonos celulares y un sinfín
de productos se pagan en cuc o peso convertible, también llamado dólar
cubano o chavito, en alusión a los billetes del juego del Monopoly. El
caso del pollo es de lo más ilustrativo. El gobierno lo trae congelado
de Estados Unidos y lo descuartiza con criterios clasistas: manda los
muslos a las bodegas en pesos, y destina las pechugas a las tiendas
encuc (oficialmente, “tiendas de recuperación de divisas”; popularmente,
chopin). Y sólo los cubanos que reciben remesas de sus familiares
exiliados, los empleados de empresas mixtas o los que tienen contactos,
formales o informales, con el turismo tienen acceso al cuc, que fue
creado en 2004 y equivale a 24 pesos nacionales. El resto de la
población, incluidos médicos y maestros, sólo dispone de moneda nacional
y pasa verdaderas carencias. La brecha social es cada vez más evidente:
hay una nueva clase de cubanos, vinculados al establishment, que gastan
en un solo almuerzo en restaurantes de lujo lo que otros ganan en varios
meses.
Regresemos ahora a El Carmelo, donde una camarera nos conduce a
una sala lúgubre y destartalada, con neones escasos y tan vacía como las
bandejas del autoservicio:–¿No tienen nada?–Sí, bueno, antes era bufé,
pero ahora servimos en las mesas.–Nos vamos a sentar afuera, en la
terraza.–Sí, pero tiene que ser en este lado, que es pago en divisa.
Aquel lado es para moneda nacional.–¿Y qué diferencia hay?–Que en moneda
nacional se da comida y bebidas nacionales.Su tono no deja lugar a
discusión. Nos sentamos en el lugar asignado, también vacío, lejos de
los cubanos que ocupan algunas mesas en el otro lado de la terraza. En el área de pagos en pesos cubanos supuestamente tienen para comer arroz, pollo,sopas...–¿No nos había
dicho que de este lado se pagaba en divisa?–En divisa no hay comida,
sólo emparedados.–¿Hay pollo en moneda nacional y no hay en divisa?–Así
es.–¿Y por qué?–No pregunte. No hay respuesta. No funciona, le digo tal
cual nos han dicho.–Bueno, pues tomaremos una cerveza.–¿Cristal o
Bucanero?–¿Pero no decía que la cerveza nacional era en el otro
lado?–Allí no servimos Cristal ni Bucanero sino otra peor, la que
tomamos los cubanos.–¿Pero no es la misma fábrica?–Ese ya es un tema que
yo no domino.–¿Y si queremos tomar una Cristal, pero estar sentados con
los cubanos?–No se puede porque... las sillas son distintas. Oiga,
usted no ha venido pa comel, sino pa hacel preguntas, y aquí no se puede
preguntar.Finalmente nos informan que podemos pedir comida en pesos y
pagarla en divisas. Nos ofrecen arroz con verdura.Sea. Cuesta imaginarse
que aquella terraza desolada, cubierta con plástico verde y amueblada
con un puñadode mesas metálicas hubiera sido escenario luminoso de la
vida social habanera de los cincuenta y refugio de animadas tertulias.
No hay agua en el baño, y los manteles rojos lucen manchas de grasa. La
comida es un rancho cuartelero. Ni en el peor de sus presagios hubiera
imaginado Cabrera Infante la suerte de su santuario. Y Lezama Lima,
visitante ocasional de El Carmelo y connotado glotón, penaría sin
consuelo.
3. Réquiem por las librerías“
La
Habana era la voz de Lezama”, dice Cintio Vitier, el viejo poeta que se
convirtió en un triste paladín del poder hace tres décadas. Mucho antes
de dedicarse a la propaganda oficialista, Vitier formó parte de la
redacción de la revista Orígenes, fundada en 1944 por Lezama y otros
intelectuales. Ese grupo tenía sus tertulias en la cafetería La Lluvia
de Oro y la librería La Victoria, ambas en la calle Obispo, en el
corazón de La Habana Vieja.“En la diminuta trastienda de La Victoria
podía uno asistir a las tertulias del autor de Paradiso. Con su enorme
tabaco entre los dedos, se solía imponer con su maravillosa
conversación”, cuenta el poeta y sacerdote Ángel Gaztelu, otro de los
fundadores de la revista. Y cuando un joven escritor le pedía consejos
para sus lecturas, Lezama le contestaba: “Muchacho, lee a Proust.”Hoy
nadie pide consejo en las pocas librerías que han sobrevivido al
vendaval revolucionario.
La Victoria, ese “punto de reunión de la
intelligentzia cubana”, como la describió el dramaturgo Virgilio Piñera,
sigue en el nº 366 de Obispo. Tras muchos avatares, el local, en estado
ruinoso, ha retomado su antigua función y vende libros usados,
cubiertos de polvo. No hay textos de Lezama, pero sí las Obras completas
del Che. Una pareja de nórdicos despistados, conducida por el inevitable
jinetero que trabaja a comisión, mira unos carteles del guerrillero y
se va sin comprar nada.
La Lluvia de Oro también pervive, un poco más
adelante, pero el camarero no sabe quién es Lezama. Una orquesta toca
son y salsa para los turistas. Es uno más de esos lugares sin gracia que
han proliferado en los últimos años para hacerse con las divisas de los
visitantes extranjeros.Sólo en Obispo había ocho librerías-editoriales
cuando Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959. Todas habían
sido fundadas por españoles, entre ellos un exiliado republicano, y
todas fueron “intervenidas” por las autoridades y clausuradas en su
mayoría.
El monumental edificio art decó en la esquina de Obispo y
Bernaza, construido en 1935, sigue albergando La Moderna Poesía, pero el
buque insignia del mundo editorial cubano se ha convertido en un
cascarón vacío. Los escaparates son el reflejo fiel de la política
cultural del gobierno. En uno dominan los libros de cocina, astrología,
autoayuda o decoración. La presencia de la literatura cubana se limita a
los dos tomos de las Obras poéticas de Nicolás Guillén y una novela de
la joven escritora Ena Lucía Portela. El otro está dedicado a la
chemanía: doce títulos sobre el “guerrillero heroico”, en español,
francés e inglés.La Moderna Poesía, como el puñado de librerías de La
Habana, es más bien un depósito arbitrario de libros donde los
dependientes, todos funcionarios del Estado, se aburren soberanamente a
la espera del improbable comprador. La presencia de un manual sobre
“estrategias de supervivencia empresarial” desconcierta casi tanto como
la indigencia de los estantes de literatura cubana, donde faltan la
mayoría de los grandes escritores.Con todo, el establecimiento mantiene
la noble función para la que fue creado en 1890. De su socia, la
librería Cervantes, con la que llegó a abrir sucursales en Sudamérica,
no queda rastro.Y el local de su vecina, Ediciones Montero, creada en
1937 y especializada en temas de derecho, lo ocupa hoy el Comité Militar
Municipal. El escaparate está tapado con tela verde, y en el cristal
hay una foto del Che. En la acera de enfrente, la Librería Internacional
ofrece al Che en todos los formatos posibles y la Ateneo Cervantes está
invadida por manuales revolucionarios en desuso de los cinco
continentes.
Para los aficionados a la lectura, los libreros de ocasión
de la Plaza de Armas constituyen el último recurso. Son una veintena e
instalan sus puestos cuatro días a la semana en ese hermoso parque.Un
primer vistazo puede ser decepcionante: Fidel, el Che y la Revolución
copan las estanterías, por obligado protocolo, pero también por negocio.
“A los jóvenes europeos lo que más les interesa son las obras del Che”,
comenta uno de ellos. Pero las miles de bibliotecas privadas
desmanteladas y vendidas en Cuba dan para mucho, y todavía hoy puede
encontrarse alguna pequeña joya. Nada de Cabrera Infante, Reinaldo
Arenas o Virgilio Piñera, ni de los autores de la nueva generación, como
Leonardo Padura y Pedro Juan Gutiérrez, que viven enLa Habana pero
publican en el extranjero. Parapetados en sus puestos, los libreros, que
además suelen ser lectores, saben sin embargo dónde conseguir la
mercancía prohibida.
4. Los vestigios de Galiano
La
calle Obispo, arteria cultural y comercial, hervidero de estudiantes y
empleados de banca, de funcionarios y gacetilleros a la carrera, cedió
protagonismo en los años cuarenta al distrito de Centro Habana, a
espaldas del Capitolio. Las calles Galiano, Neptuno y San Rafael, sedes
de los primeros grandes almacenes, se convirtieron en el corazón
vibrante de la capital moderna. No hay habanero que no evoque la
elegancia de sus tiendas, el brillode los escaparates o las meriendas en
las amplias cafeterías.Hoy Centro Habana parece una ciudad bombardeada,
con pestilentes contenedores de basura y edificios ruinosos donde se
hacinan las familias en cuartos oscuros. En este barrio, en la calle
Trocadero, tenía Lezama Lima su casa, convertida en museo hace una
década. De haberle tocado vivir en esta época, el escritor, después de
haberse quedado con hambre en El Carmelo y sin tertulia en Obispo,
habría regresado a su vivienda esquivando las montañas de escombros de
los inmuebles vecinos.Pero si hay un lugar que representa la destrucción
impenitente de la ciudad, ese es la calle Galiano, otrora “torbellino
de curvas, de miradas, de piropos ásperos”, como la describiera Jorge
Mañach en sus entrañables Estampas de San Cristóbal.
Hacia el Malecón,
Galiano está salpicada de desperdicios en charcos lodosos. Viejas
farolas, hoy decapitadas, jalonan el recorrido. El antiguo Casino
Regina, con su portentosa fachada de azulejos,amenaza con derrumbarse,
como el bloque de diez pisos del número 310, que ya ha sido desalojado.
Justo al lado estaban los grandes almacenes La Ópera, que se vinieron
abajo. En la antigua joyería Montané se ha instalado el Comité de
Defensa de la Revolución del barrio, cuyo cometido es delatar a los
“enemigos” del régimen.
Galiano llegó a concentrar catorce
establecimientos de alhajas. Del espectacular edificio de EL Trianon
sólo queda la fachada, que ampara un solar donde se estacionan los
bicicarros. Ribas tiene los portones sellados. De la joyería El Cairo se
adivina la ubicación por el rótulo incrustado en el suelo de piedra,
bajo los soportales: “El templo de los enamorados”.La otra atracción de
Galiano eran los grandes almacenes. El Ten Cents, que la cadena
estadounidense Woolworth había abierto en 1924, ofrecía mercancías
importadas a módicos precios. “Vendían todo lo que puedas imaginar,
cinco plantas con mostradores de vidrio y madera. Era precioso –recuerda
Martha, que trabajó como administradora cuando fue intervenido tras la
Revolución–. Todo lo desbarataron. Fue tristísimo.” Woolworth explicaba
con orgullo en sus folletos la filosofía del comercio a gran escala, que
les permitía bajar costes. “Nuestra orientación es beneficiosa para las
clases populares, que pueden obtener artículos que antes les eran
inaccesibles.” En su lugar, la Revolución ha abierto una gran ferretería
en divisas y precios fuera del alcance del cubano. La tienda Trasval
ocupa dos plantas y vende artículos de plástico, juguetes, herramientas y
pequeños electrodomésticos, en su mayoría made in China. Desde
martillos –el más barato, de pésima calidad, a 9.60 cuc (11.50 dólares)–
hasta un pequeño y vulgar estante de mimbre, a 55 cuc (66 dólares). La
gente acude de visita, como a un planeta de fantasía al que se ingresa
después de dejar los bolsos y la identificación en una consigna. Para
evitar cualquier descuido, su recorrido es seguido por “cámaras de alta
tecnología”, según advierten los carteles. Y a la salida un ejército de
fornidos vigilantes registra al cliente.Para evitar tan incómodo
marcaje, nada como acudir a una tienda en moneda nacional, que no se
llaman tiendas sino “unidades de ventas”.
Impagable resulta la que hoy
ocupa el local del antiguo Bazar Inglés, puerta con puerta con el
Trasval. “Cadena exclusiva. Ropa reciclada de primera calidad”, reza la
pintura de la pared azul. Todo es siniestro: desde el maniquí del
escaparate a las dependientas, pasando por los desechos que cuelgan de
cinco percheros: camisas, pantalones y faldas desgastados, posiblemente
restos de las pacas de ropa de segunda mano, procedente de Estados
Unidos, que se vende en Centroamérica.Tampoco exigen el bolso ni la
identificación en la antigua Berens Moda, en la calle Neptuno, cuyo
escaparate merece el paso a la posteridad. Veamos: un “blúmer” (braga),
tres tarjetas del Che, dos botellas de desinfectante, una junta de
cafetera, un peine sucio, una junta de olla, dos cascos de moto, un
sobre de “polvo facial”, una cazuela, dos budas chinos de colores y un
cartel que reza “Se arreglan pies y manos. Uñas postizas”. Estos son los
reductos de los cubanos sin divisas.
5. Lucha de clases en El Encanto
La
joya de la corona de la calle Galiano era, sin duda, los almacenes El
Encanto, “más que una tienda, una institución nacional”, como decían los
anuncios de entonces. Abierta en 1888 por tres inmigrantes asturianos
como una modesta sedería, para 1950 ocupaba ya una manzana entera, en la
esquina con San Rafael. Las fotos de la época muestran un edificio
moderno de siete plantas, con relucientes escaleras mecánicas,
amplios vestíbulos con ascensores y “artísticas vitrinas”. La publicidad
no exageraba: la fama de El Encanto, templo del refinamiento y el buen
gusto, había cruzado fronteras. Christian Dior visitó en 1956 el
establecimiento y le dio en exclusiva la representación de sus
productos.
El Encanto tenía oficinas de compras en todo el mundo, además
de sus propios diseñadores de moda. María Félix y John Wayne encargaban
ropa a medida y Tyrone Powerrodó un anuncio del almacén.Todo en El
Encanto era moderno: el aire acondicionado perfumado, el sistema de
control y reposición de mercancía, la venta a crédito, su mecenazgo
cultural y, sobre todo, su política de personal. La filosofía del
negocio era implicar al millar de empleados, que recibían los mejores
salarios del gremio, contaban con servicio médico y club social y podían
seguir cursos de ortografía, contabilidad e inglés.Pepe Solís, Aquilino
Entrialgo y Bernardo Solís, los fundadores, “bajaron a la tumba seguros
de que El Encanto, proyectado al futuro, enlazaría sus nombres
perpetuamente a la obra que ellos iniciaron y engrandecieron”, aseguraba
un texto de los cincuenta.
Sin embargo, el 13 de octubre de 1960, el
nuevo gobierno publicó la ley 890 de “expropiación forzosa de todas la
empresas industriales y comerciales”. Las huestes milicianas tomaron
control de El Encanto, que se convirtió en escenario “de la lucha de
clases que en esos años se apreciaba en toda la sociedad”, según la
prensa oficial.El 13 de abril de 1961, exactamente seis meses después de
la expropiación, cerrado ya el establecimiento, un humo denso y unas
llamaradas empezaron a brotar del segundo piso. El fuego se expandió a
toda velocidad. Al amanecer, El Encanto había quedado reducido a
escombros. Entre las cenizas, los bomberos recuperaron los restos de Fe
del Valle, que esa noche hacía su guardia miliciana. Tres días más
tarde, fue detenido Carlos González Vidal, un joven empleado católico que
había apoyado la Revolución, pero que repudiaba el rumbo comunista que
estaba tomando. Interrogado por la G-2, confesó haber provocado el fuego
con dos petacas incendiarias, pero sin intención de causar
víctimas.Fidel Castro atribuyó el atentado a la cia. En realidad, el
cerebro de ese y otros sabotajes no era otro que un ex colaborador suyo,
Manuel Ray Rivero, ministro de la Construcción del primer gobierno
revolucionario. Opuesto a la orientación totalitaria del régimen, Ray
Rivero había fundado el Movimiento Revolucionario del Pueblo (mrp), en
cuya “sección obrera” se integró González Vidal.El joven, héroe para
algunos, terrorista y mercenario para otros, fue fusilado el 20 de
septiembre de 1961 en la Fortaleza de la Cabaña, donde cientos de
cubanos cayeron ejecutados por el régimen castrista. Sus últimas
palabras, dicen las crónicas, fueron: “¡Viva Cuba Libre! ¡Viva Cristo
Rey!” Y Fe del Valle, heroína para unos, “comunista rabiosa” para otros,
engrosó el panteón de los Mártires de la Revolución y tiene una estatua
en el parque que hoy ocupa el solar de El Encanto.
6. Y Coppelia desplazó a La Gran Vía
Si
El Encanto era “la joya” de La Habana, la dulcería La Gran Vía era el
“legítimo orgullo para la industria cubana”, según reza el Libro de
Cuba, una gigantesca enciclopedia ilustrada sobre la vida republicana
publicada en 1953. Sus fundadores eran también españoles, tres hermanos
toledanos que habían aterrizado con lo puesto en Güines, allá por los
años veinte. Pero quien mejor puede contar la historia es Bartolo Roque,
un anciano enjuto y vivaracho de 78 años cuya vida está unida a La Gran
Vía;
“Allí entré chamaquito, con 16, como ayudante de caja. Ellos eran
pichones gallegos. El mayor era José García Moyano. Pedro era el más
chico. Y Valentín, el mediano. Empezaron haciendo dulces de bodega para
los comercios del área campesina. Tenían gran aceptación, porque
trabajaban sabroso. Yo fui a verles. Me recibió Pepe. Dígole: quiero
aprender un oficio. Díceme: Ven pa ca. Empecé fregando latas, y luego me
pusieron con el maestro repostero. Me formé como dulcero en poco
tiempo, porque me gustaba y aprendí rápido.”La fama de los dulces se
expande por la isla y en los años cuarenta deciden dar el salto a La
Habana. Allá se instalan en la calle Santos Suárez. “El negocio marchaba
muy bien, así que compraron el solar de enfrente, toda una manzana, e
hicieron un parqueo y una tienda, que inauguraron en 1952. Éramos 120
trabajadores.”Bartolo saca una carpeta de viejas fotos. Una pastelería
reluciente y luminosa. Las cocinas con los hornos. Cinco elegantes
señoritas muy atareadas recogiendo encargos por teléfono. Flota de
camionetas de reparto, con sus choferes uniformados. Bartolo haciendo un
pastel. Y en otra, 37 operarios y ayudantes, todos con largos
delantales y gorros blancos, posan frente a incontables pasteles de
nata. “Hacíamos de todo: tartaletas de guayaba y queso, pasteles de
carne, pero los cakes eran la gran especialidad. Traían la leche en
cántaros, para hacer la nata. La Habana entera compraba allá.” Debe de
ser cierto, porque no hay habanero de cierta edad que no suspire y mire
al cielo cuando se menciona La Gran Vía.En la siguiente foto, unos
dirigentes sindicales hablan a los empleados desde una tarima. “La
pastelería fue intervenida muy pronto –recuerda Bartolo–. Los hermanos
se marcharon en 1959 a Puerto Rico. Muchos maestros dulceros también se
fueron.” Bartolo no. Él apoyó la Revolución y siguió trabajando
hasta1984, cuando se alistó en la zafra y un accidente lo dejó con una
mano paralizada y una magra pensión de invalidez. “Después del
accidente, seguí trabajando como voluntario. No era fácil.” Tesonero
como es, dio clases en la escuela de dulcería. Y hoy, ya viudo, acude
cada día a la tienda a ayudar en lo que puede.La Gran Vía conserva su
local, a unas cuadras de la casa de Bartolo, con el mismo rótulo y el
cartelito de madera del año de la fundación. Ahí terminan las
similitudes. La otrora rutilante calle Santos Suárez es un estercolero,
con la basura apilada alrededor de contenedores a rebosar. En el
interior, lleno de humo, unos clientes beben cerveza. Los vecinos compran
chucherías, cigarrillos y latas de refrescos. Todo en divisas.El “Mural
de Emulación” destaca a los mejores trabajadores, agrupados por
“brigadas”. Las vitrinas refrigeradas han dejado paso a cuatro
mostradores con cakes de intensos colores amontonados en cajas y cuatro
bandejas de pastelillos. “No se hace lo que se debe hacer porque
carecemos de materia prima”, dice Bartolo, que culpa de inmediato “al
bloqueo”. La animadversión hacia Estados Unidos no se ve matizada por el
hecho de que tres de sus seis hijos se hayan marchado allá, y que le
ayuden a completar su pensión de 240 pesos mensuales (12 dólares). “Mi
mujer fue alguna vez a visitarlos, pero yo no. Yo, como decía el Che, no
quiero ni tantito así con ellos.”Como maestro repostero, en los años
cincuenta, Bartolo ganaba 81 pesos al mes. “¡Y entonces el peso valía
más que el dólar, era una moneda fuerte y reconocida en todo el mundo!
–dice sin poder disimular el orgullo–. Entonces, claro, comprábamos más
cosas y vivíamos mejor. Mi padre era agricultor, ganaba 40 céntimos la
jornada y con eso le daba pa comprar comida pa dos días. Hoy, como todo
viene desde China, tiene que salir más caro. A ver si Obama arregla el
bloqueo.” El anciano combina su profesión de fe revolucionaria con
destellos de nostalgia. “Los dueños eran buena gente. Eran los que mejor
pagaban de las dulcerías y se portaban bien con los empleados: te
resolvían problemas, te hacían préstamos.”
En el Libro de Cuba, los
propietarios de La Gran Vía, quizá por sus propios orígenes, dejan
patente su rechazo a cualquier connotación elitista: “En esta casa no
hay preferencias clasistas. Igual se hace un cake por valor de 1.50
pesos que otro de 500. Todos ellos de la mejor calidad. Lo mismo acuden a
la casa los ricos y gentes de la alta sociedad que personas modestas y
de condición humilde.”Pero como, en la nueva Cuba, sólo el Estado
revolucionario podía contribuir a la felicidad del pueblo, las
autoridades se apoderaron de La Gran Vía y decidieron crear su propio
símbolo: la heladería Coppelia.
Al poco tiempo de abrir sus puertas, en
junio de 1966, el lugar había adquirido tal fama que cualquier
extranjero de visita en La Habana no podía obviar una parada para
saborear alguno de los veintiséis sabores en oferta. “Fidel me manda
helados Coppelia”, alardeaba Hugo Chávez hace un año. Había hecho lo
propio con Ho Chi Minh en los años sesenta, en aras de la solidaridad con
Vietnam.
Con su forma de platillo volador, rodeado de jardines, Coppelia
ocupa dos mil metros cuadrados en pleno corazón de La Habana y tiene
capacidad para atender a mil personas a la vez. Fue un encargo de Fidel
Castro y se construyó en apenas seis meses.
La “Catedral del Helado”,
que inspiró el título de la más famosa película cubana, Fresa y
chocolate, es apenas la sombra de lo que fue. Desde fuera, todo parece
igual. Día tras día, de diez de la mañana a diez de la noche, miles de
personas, jóvenes en su mayoría, esperan su turno durante horas bajo el
sol o la lluvia. “Es que no hay otro lugar en moneda nacional donde
sentarse con los amigos o la novia –dice Miguel–. El helado es pura
escarcha (agua congelada), pero se pasa el tiempo.” Nadie se queja
cuando los guardias de seguridad dan la prioridad a los extranjeros. Nos
derivan a una parte más tranquila, un espacio recoleto con una pancarta
del Che y media docena de mesas, casi todas libres. Aquí se paga en
divisas. ¿Son los mismos helados? “Nooo, este es mucho mejor que el
helado nacional y hay más variedad”, nos asegura el dependiente.Ese día
sirven chocolate, avellana, naranja-piña y vainilla. Bastante mediocres.
Y a precios altos: 3 cuc (3.60 dólares) por dos bolas. En el sector en
pesos sólo hay naranja-piña. Cinco bolas cuestan cinco pesos (0.25
dólares), o sea, veinte veces menos. ¿Cuál es la diferencia entre los
dos productos? “Los helados de moneda nacional –nos explican– vienen de
otra fábrica que se llama Varadero y están hechos con leche en polvo y
saborizantes. Los de divisas son de crema de leche y fruta.”Colas y
escarcha insípida para los cubanos; prioridad y helado cremoso para la
“élite” con divisas. ¿Dónde quedó la “igualdad” que justificó la
construcción de Coppelia? . Joseluisito lo explica mejor que nadie en un
blog en que los jóvenes manifiestan su solidaridad con Gorki Águila, el
roquero encarcelado en dos ocasiones por ridiculizar al hasta ahora
intocable “Coma Andante”. “Coppelia –escribe Joseluisito– es el símbolo
perfecto de la dictadura socialista. La colectivización, la
rebañización, todos al mismo lugar para comer los helados, pobres, mal
hechos,con cucharas socialistas, con silencio castrista, todos obligados
a sentarse en las mesas que no puedes escoger, todos haciendo colas,
todos discriminados, cubanos de un lado, extranjeros del otro. Yo quería
sentarme donde me daba la gana, harto de esas colas interminables,
quería poder sentarme en cualquier cafésin que nadie me dijera dónde,
libre. Esa enorme heladería colectivista me da asco.”
7. Pantomima revolucionaria
30
de diciembre de 1958. Vísperas de la toma de La Habana por los
revolucionarios. El Diario de la Marina anuncia: “Aumentan las
exportaciones de frutas y vegetales a Estados Unidos. [...] También se
han reportado grandes embarques de dulces y confituras [...], de carnes y
pescados.”31 de mayo de 2007, año 49 de la Revolución. El órgano
oficial Granma informa: “Empresarios estadounidenses concertaron la
venta a Cuba de 318,000 toneladas de alimentos y otros productos
agrícolas [...]. El 95% de esas importaciones tiene como destino la
canasta básica de la población.”Noviembre de 2008, año 50 de la
Revolución. Lisette, militante revolucionaria de toda la vida, se
lamenta: “Boniato,boniato y boniato. No hay más que boniato. No hay
yuca, la fruta bomba (papaya) está amarilla; la piña, ácida. Los
tomates, verdes. Las zanahorias, negras. No hay lechuga. Hoy sólo he
encontrado acelga.”Lisette está avinagrada porque no encuentra lo que
quiere en el mercado de la calle 14. El desabastecimiento es
generalizado y, para “resolver” la comida de cada día, hay que recurrir a
la “bolsa negra”, a precios mucho más altos. El mercado de la calle 19,
el mejor, ofrece un poco más de variedad: un puesto de berenjenas de
aspecto muy cansado, otro de berros y otro con tres manojitos de
espinacas. La culpa, esta vez, la tienen loshuracanes. En el agromercado
de la calle 17 con K, en la parte más noble del antiguo barrio burgués
del Vedado, el espectáculo es desolador. Boniatos, otra vez. Minúsculas
cabezas de ajo a un peso cada una. Pepinos marchitos.El único mercado
bien surtido lo hemos encontrado en la calle Cuba, delante de la iglesia
de Belén. Tiene puestos de jamones y salchichones, lomos de res,
quesos, estupendos tomates rojos que no se ven en ningún otro lado,
plátanos, cocos...Es un atrezo, todo de plástico. Estamos en pleno
rodaje de una coproducción hispanocubana sobre la juventud de José
Martí. “Se va a llamar El ojo del canario”, explica un extra vestido con
harapos, acodado en una esquina.El gran país agrícola que siempre fue
Cuba producía en 1958 casi el 80% de los alimentos que consumía la
población y era el principal proveedor de hortalizas y tubérculos para
Estados Unidos. Hoy es al revés: la isla importa más del 80% de la
canasta básica de sus habitantes, sometidos además a una dieta austera y
desabrida. La Revolución ha destruido el campo y no ha desarrollado la
industria. Cuba vive –muy mal– delturismo, de las exportaciones de
níquel, de las remesas de los exiliados y de los subsidios, soviéticos
hasta 1991 y venezolanos desde 1999, que compensan el enorme déficit de
la balanza comercial.Ante las pruebas fehacientes de su fracaso en todos
los sectores, el régimen se ha dedicado a crear una Cuba virtual, de
presente heroico y pasado miserable. Los medios de comunicación, el
cine, los libros, las escuelas y las universidades, los centros de
investigación científica y los museos son instrumentos de propaganda de
la llamada “batalla de ideas”, que consiste en fabricar “los logros” de
la Revolución. Las “dificultades”, el eufemismo para hablar del
hundimiento de la economía, las achacan todas al “bloqueo criminal y
genocida impuesto por Estados Unidos a Cuba”. ¿Cómo justificar entonces
que “el imperio” sea desde 2003 el principal proveedor de productos
alimenticios de la isla, con ventas de 600 millones de dólares al año? A
los cubanos de a pie no hay que explicarles nada. Saben que el embargo
comercial, decretado por Washington en 1962en el contexto de la Guerra
Fría, ha perdido gran parte de su vigencia y que La Habana lo utiliza
como cortina de humo para desviar hacia otros la responsabilidad del
naufragio.Los subterfugios estadísticos y el valor ficticio de la moneda
nacional han ocultado la realidad durante décadas, pero ya nadie se
cree los datos oficiales, cuando los hay. El desastre es demasiado
obvio. Los indicadores socioeconómicos que ilustran el hundimiento del
país están a mano en las páginas web de las organizaciones
internacionales y de los centros especializados.Baste señalar que en los
años cincuenta, con seis millones de habitantes, Cuba era la tercera
potencia económica de América Latina, después de Venezuela y Uruguay, y
la trigésima en el mundo. Hoy, la economía cubana es la penúltima del
continente, sólo por delante de Haití, y la número 140 en la
clasificación internacional.Un repaso de la prensa de antes de la
Revolución –había cerca de cien publicaciones en el país, incluyendo
unos veinte diarios en La Habana, en español, chino e inglés– da una
idea de la prosperidad económica en esa época, más allá de los
tradicionales clichés sobre la mafia y la prostitución. La sección de
“clasificados” del Diario de la Marina –unas diez páginas cada día–, es
particularmente ilustrativa, tanto en “Alquiler de casas”, como en
“Venta de automóviles” o “Empleos”.“Se ofrece matrimonio español sin
hijos, juntos o separados, ella para cuartos, sabe lavar y planchar,
ropa fina, y él para el comedor. Buenas referencias.” Anuncios como
este, publicado el 12 de diciembre de 1958, aparecían todos los días en
“el periódico más antiguo de habla castellana”, fundado en 1832 y
expropiado en 1960 (no le sirvió de mucho ponerse “a la orden de la
Revolución y de su líder máximo”). Los inmigrantes españoles competían
por los empleos domésticos con la población negra. Coincidían en la
misma página las ofertas de trabajo para una “cocinera color”, una
“muchacha parda” o una “manejadora española experiencia cuidar bebitos”.
En la primera mitad del siglo xx Cuba fue un imán de trabajadores
españoles. En 1958 el ingreso por habitante en la isla duplicaba al de
la antigua metrópoli. Había desigualdad y mucha miseria en el campo, es
cierto, pero también “una gran movilidad social, y el país progresaba
económicamente a pesar de los políticos y de la dictadura”, recuerda el
editor Pío Serrano, que apoyó la Revolución antes de exiliarse a Madrid
en 1974. A partir de 1959 el nuevo régimen decreta la igualdad y acaba
con la economía. Cuba se derrumba, mientras España entra en el círculo
virtuoso del progreso: el ingreso por habitante alcanza rápidamente al
de la antigua colonia y actualmente lo supera siete veces (27,000
dólares frente a 4,000).Si el 25 de marzo de 1952 los diarios cubanos
informaban que España había “suprimido el racionamiento de pan”, en Cuba
el racionamiento es hoy la regla. No hay prensa que no sea oficialista,
no hay anuncios clasificados, no hay ofertas de trabajo. En cambio, hay
más de 60 mil médicos, la mitad de ellos en “misiones
internacionalistas”.Cuba “vende” sus médicos a cambio de petróleo
venezolano y no tiene medicinas ni ambulancias para su propia población,
pese a lo cual mantiene vivo el mito de la superioridad de la
Revolución en materiade salud. Desde que Carlos Finlay descubriera, a
finales del siglo xix, el modo de transmisión de la fiebre amarilla,
Cuba siempre ha sido una potencia médica en América Latina. En 1952 la
isla ya tenía la tasa de mortalidad infantil más baja de todo el
continente y también la esperanza de vida más alta.Había 37 hospitales
generales en todo el territorio, y en 1954 fue inaugurado en Topes de
Collantes (sierra del Escambray) un centro ultramoderno para
tuberculosis que ayudó a acabar con la enfermedad y que, como tantas
otras cosas en Cuba, está hoy abandonado.“Esta revolución ha llevado al
país cincuenta años atrás –comentaba una vecina de Santos Suárez–. Han
logrado tres cosas: destruir todo lo que había construido el
capitalismo, romper las familias y acabar. Todas las revoluciones
destruyen para construir un orden nuevo. Los dirigentes cubanos,
escribió el arquitecto comunista italiano Roberto Segre, se propusieron
“borrar las imágenes formales de la sociedad anterior, [...] destruir
los símbolos existentes de la estratificación social” y “manifestar
visiblemente la capacidad creadora implícita en el pueblo en acción”. El
problema es que olvidaron la segunda parte. Si el éxito de una
revolución se determina por lo que construye sobre las cenizas del
anterior régimen, la cubana es un fracaso lamentable. Su “capacidad
creadora” se ha circunscrito a los bloques prefabricados soviéticos o
las viviendas chapuceras de las “microbrigadas” de voluntarios, los
hoteles de lujo para turistas, ungigantesco mausoleo para el Che, “el
primer monumento a Lenin en América” y muchas cárceles. Donde antes
había centrales azucareras, fábricas, empresas, tiendas o cines, hoy
sólo quedan vestigios, testigos mudos de la pujanza creativa del pasado y
del empeño destructivo de un caudillo megalómanoque ha dedicado su vida
a “la construcción de ruinas”, según el luminoso oxímoron acuñado por
el escritor cubano Antonio José Ponte en su libro La fiesta vigilada
(2007).La Habana se llevó la peor parte. La Revolución se ensañó con
ella porque representaba todo lo que odiaba. La Habana efervescente de
las mil tertulias literarias, abierta a la cultura y a la inteligencia,
que recibía a Einstein, a la Pavlova o a María Guerrero; la capital
mundial del ajedrez de la mano de Capablanca,la capital de la
arquitectura que atrajo a Mies van der Rohe, Franco Albini o Walter
Gropius... Aquella ciudad innovadora es hoy un fantasma gris.La
Revolución intenta ahora devolverle un poco del esplendor de antaño
convirtiendo a La Habana Vieja en un decorado de cartón piedra para el
turista. “Esto no tiene arreglo”, se lamentan los cubanos. La
xpectaciónpor las reformas anunciadas por Raúl Castro al sustituir a su
hermano se ha diluido ante la evidencia. “Fidel sigue mandando y todo
está paralizado”, reconoce Gustavo, cuyas simpatías por el régimen no le
han borrado el pragmatismo. Todos, castristas y anticastristas, confían
en que ocurra algo, pero medio siglo de represión y castración política
han hecho del cubano un pueblo apático. “Lo mejor –dicen– es no coger
lucha, porque esto se va a caer por su propio peso.” Y expresan su
hartazgo a través de una permanente huelga de brazos caídos, escribiendo
un blog o huyendo en una balsa. Mientras, siguen esperando el regresode
los Reyes Magos, tal y como lo había anunciado en la prensa cubana la
juguetería de los Almacenes Ultra: “Imposibilitados de llegar a todos
los hogares en su fecha tradicional, con motivo de la situación nacional
que ha devuelto la libertad a Cuba, los Reyes Magos prometen su visita
el sábado 10 por la noche.” Fue el 8 de enero de 1959, y aún no han
vuelto. ~
Bertrand de la Grange y
Maite Rico
Letras Libres.
tomado de