martes 7 de mayo de 2013 12:00 AM
En ambas obras, Shakespeare no sólo desmonta los procesos de conspiración contra el Estado, que consolida su fin a través de hechos cruentos fraguados por un individuo o una facción, sino que a su vez, explora la conducta psicológica de sus protagonistas. Matar a un estadista noble, como es el caso de Macbeth al asesinar al rey Duncan, es un acto repudiado por la Corte y el pueblo. Hacer lo mismo con un dictador como Julio César, a manos de las espadas afiladas de miembros del Senado, constituye un acto justificado por la voluntad popular y esa instancia del Estado. Era legítimo en la república romana, la existencia de grupos tiranicidas dispuestos a defender el Estado y a ejecutar, sin dilación, a aquellos gobernantes que se convirtieran en tiranos.
Napoleón Bonaparte inicia la fundación del Estado moderno con un golpe de Estado, bautizado como el 18 Brumario, en una confusa época donde todavía la resaca de la Revolución Francesa gobernaba. La modalidad de ese golpe le permitirá pasar –a Bonaparte–, de genio militar a genio político. Su técnica se basó en un golpe parlamentario, evitando hasta el final el uso de la fuerza militar para consolidar su objetivo. Preservó la legitimidad de su acción conquistando el reconocimiento institucional, así como la del pueblo francés. Usó la constitución como hoja de ruta para justificar su golpe de Estado, aunque la transformó a su antojo para coronarse después como Emperador. Sin embargo, la paradoja no dejó de perseguirlo, y al volver a sus andanzas militares, fue derrotado estrepitosamente, en medio de un río de sangre, en la batalla de Waterloo.
En el siglo XX, el golpe de Estado se separa de lo político y militar, para convertirse en un hecho técnico, como señaló Curzio Malaparte, en su libro Técnicas del Golpe de Estado. Y esa modalidad, la va a inaugurar León Trotsky con su táctica insurreccional, y no Lenin, con su estrategia de masas. Trotsky precisó que el corazón vulnerable de un Estado es su sistema de comunicación, siendo el primero que hay que tomar y neutralizar. El triunfo de la Revolución Bolchevique se debe no a Lenin, sino a ese desterrado del Ejército Rojo que después Stalin, mandaría a matar a manos de Ramón Mercader, en México, con un pico de alpinista. Décadas después, Hitler coronará su golpe parlamentario al incendiar el Reichstag, mientras sus grupos paramilitares, sembrarán terror en la sociedad civil. El "Führer" juntó con astucia, legitimidad e ilegitimidad, para la toma del poder total.
El golpe de Estado en Venezuela, no partió de ninguna modalidad conocida hasta ahora. Porque su soporte ha sido gansteril: El Fraude. Encabezado por Fidel Castro y su hermano Raúl, quienes fueron socializados por aquellas bandas de gánsteres que abrevaban en La Habana, en su etapa de desalmados dirigentes estudiantiles. El CNE ha negado, con sospechosa persistencia, recontar los votos de la última elección presidencial, incumpliendo su compromiso de ley ante los venezolanos y el mundo. Esa demanda, ha descontrolado al G2 cubano, porque tal exigencia está soportada por evidencias que los compromete en el delito. La enfermedad y larga agonía del presidente Chávez, la transformaron los Castro en un lento y conducido magnicidio que formó parte de ese golpe de Estado, y que ahora, asalta a la Asamblea Nacional con golpes y mordaza, de una rata que chilla y ríe.
Perdidos, los golpistas de La Habana, apuran escenarios de confrontación, persecución, represión y terror en Venezuela, ante el avance táctico y político de la oposición, a nivel nacional e internacional. Quieren que el río de sangre rompa su cauce, aniquilando a Henrique Capriles. Creen que Venezuela es uno de aquellos países africanos que en la década del setenta invadieron para robarles las minas de diamante. Los Castro no deben olvidar que su interés, representado en miles de barriles de petróleo que reciben gratis, podría convertirse también en un objetivo potencial a suspender, que los llevaría a huir en estampida gritando, como ese otro personaje de William Shakespeare, Ricardo III, en su último acto: ¡Mi reino, mi reino por un caballo!