(foto de archivo tomada de internet)
Miriam Celaya
Los medios oficiales recién han anunciado la última y definitiva defunción de Fidel Castro y he creído percibir en el mensaje luctuoso más alivio que duelo. Si yo fuera una persona piadosa sentiría al menos una pizca de pena, pero no es el caso. Definitivamente, la piedad por los déspotas no se cuenta entre mis pocas virtudes. Y, como siempre he preferido el cinismo por sobre la hipocresía, estoy convencida de que el mundo será un mejor lugar sin él.
De cualquier modo, para mí ya el anciano dictador había muerto mucho tiempo atrás, en una fecha imprecisa, sepultado bajo alguna polvorienta lápida sin epitafio en lo más recóndito de mi memoria, así que solo puedo sentir curiosidad por lo que pudiera significar este esperado (desesperado) desenlace para aquellos que han mantenido atados sus destinos a cada espasmo de sus numerosas muertes.
Sin embargo, no porque yo le hubiese hecho un funeral anticipado deja de ser un acontecimiento su irreversible salida de este mundo. Ahora desaparecerá la imagen de fantasma derrotado en que se había convertido y también dejará de gravitar como una fatalidad inevitable sobre el ánimo supersticioso de la nación. Finalmente, se esclarecerá si es verdadero o falso aquel vaticinio de que “Cuba cambiará realmente cuando Fidel haya muerto”, porque para casi todos los cubanos suele resultar más cómodo esperar los cambios derivados del curso de la naturaleza que arriesgarse a hacerlos por sí mismos. Los pueblos que sienten vergüenza de sus destinos suelen arrojar sobre los sátrapas las culpas de su propia irresponsabilidad colectiva.
También están las nigromancias, un buen comodín para la desidia nacional. Hay mucha gente que cree en algún dios, en la fatalidad, en el tarot, en los signos zodiacales, en el I Ching, en el tablero de Ifá o en otras profecías de la más variada índole. Yo nunca he creído en ninguna de ellas, quizás porque aceptar como ciertos los misterios de las predestinaciones me hubiese llevado a sentir como una maldición haber nacido justamente en esta Isla en el propio año 1959. Lejos de ello, tan adversa casualidad acabó convirtiéndose en un reto que acepté con gusto y nunca conocí la sensación de profunda frustración que oprime a varias generaciones de cubanos asfixiados bajo el efecto del poder de una especie de entidad suprahumana que parecía reunir en sí el súmmum de todos los credos y que intervenía en todos los destinos. Un impostor, a fin de cuentas, que pretendía ser a la vez dios, oráculo y mantra.
Para casi todos los cubanos suele resultar más cómodo esperar los cambios derivados del curso de la naturaleza que arriesgarse a hacerlos por sí mismos
No obstante, tengo intactos los recuerdos, que han sobrevivido saludablemente a todo el cataclismo. ¿Cómo renegar de ellos si nuestro espíritu es pura memoria? Recuerdo sin amor, sin rencor, sin amargura y sin remordimientos, como si contemplara en una vieja película mi propia historia, que es la de millones de cubanos como yo. Incluso hay pasajes que me divierten. ¿Cómo pudimos ser alguna vez tan cándidos? ¿Cómo nuestros padres y abuelos permitieron que nos manipularan de una manera tan atroz? Fue por miedo. El verdadero poder de Fidel Castro nunca fue el amor de los cubanos, sino el temor inconfesable que estos sentían hacia él, un caudillo irracional y colérico, un sujeto cuya desmedida egolatría solo se equiparaba a su incapacidad para la empatía. A veces la fidelidad es solo un recurso de supervivencia.
Mirando en retrospectiva hacia los primeros 20 años de mi vida, recuerdo a Fidel Castro como una especie de magma omnipresente que invadía cada espacio de la vida pública y privada. Parecía tener el don de la ubicuidad y aparecer en todas partes a la vez. Mis recuerdos de infancia más lejanos están invariablemente asociados a aquella imagen del señor barbudo que jamás sonreía, vestido de perenne uniforme militar, cuyo retrato podía encontrarse en cualquier sitio, ya fuera sobre la pared de un edificio, en una valla, en las carátulas de las revistas, en los periódicos o en un cuadro cuidadosamente enmarcado de las salas de los cubanos revolucionarios, que entonces eran mayoría.
Ese mismo señor aparecía con mucha frecuencia en la pantalla del televisor de mi abuela (en mi fuero interno, yo creía que vivía dentro de aquel aparato), o invadía, tronante y fiero, todos los hogares desde las estaciones de radio haciendo largos discursos cargados de arengas, amenazando y regañando. Lucía siempre irritado, así que yo le tenía un poco de miedo y procuraba –con escaso o nulo éxito– mantenerme alejada de sus vibraciones. Mis mayores se inflamaban de éxtasis y hasta exclamaban entusiasmados ante esta o aquella bravata del falso profeta. “¡Es el Caballo! ¡Así se hace!”, bramaban los admiradores del nuevo hombre duro, embriagados de un fervor que yo no entendía pero que con el paso del tiempo acabó contagiándome.
En todo caso, “Fidel” era una de las primeras palabras que aprendían a decir los hijos de miles de familias que, como la mía, habían descubierto que eran revolucionarios repentinamente, al amanecer del primero de enero de 1959. Y así, también de súbito, en una nación de tradición católica menudearon los que se proclamaron ateos y renunciaron a Dios solo para acogerse a una nueva fe, Fidel Castro como salvador y el dogma comunista como catecismo.
El verdadero poder de Fidel Castro nunca fue el amor de los cubanos, sino el temor inconfesable que estos sentían hacia él
Mientras, un sinnúmero de familias se fracturaban por la polarización política y la emigración. Padres e hijos, hermanos, tíos, primos que poco antes vivían en armonía, se enfrentaron y tomaron distancia unos de otros, cargados de rencores. Hubo quienes nunca más volvieron a verse, y murieron sin el abrazo de la reconciliación. Muchos sobrevivientes de aquella ruptura telúrica andamos todavía recogiendo los fragmentos y tratando de recomponer algunas partes de nuestros maltratados linajes, siquiera por respeto y homenaje a nuestros difuntos enemistados por un odio ajeno.
Después vinieron las milicias, Playa Girón, la Crisis de los Misiles, el servicio militar obligatorio, la cartilla de racionamiento, las zafras monumentales, la Ofensiva Revolucionaria, Angola, las escuelas al campo y en el campo, la permanente consagración de los delirios interminables del Magno Ególatra. Y con el paso del tiempo comenzaron a llegar las señales de la ruina que nos empeñábamos en ignorar. Las crecientes carencias fueron acalladas con consignas y con descabellados planes gigantes condenados al fracaso, todas las libertades quedaron sepultadas y desaparecieron los derechos, sacrificados en el altar verde olivo bajo el peso de palabras otrora sagradas y ahora envilecidas por los discursos (“patria“, la más mancillada; “libertad“, la más fraudulenta), mientras –desapercibidos y ciegos– los propios cubanos ayudábamos a construir las rejas de nuestra cárcel y, dóciles, dejábamos las llaves en manos del carcelero.
El primer gran cisma entre el orador-orate y yo fueron los sucesos de la embajada de Perú y, en especial, la estampida de Mariel, entre abril y mayo de 1980. No fueron, sin embargo, eventos aislados. En 1978 se habían producido las primeras conversaciones (acercamiento, se les suele decir) entre la dictadura y un grupo de emigrados radicados en Estados Unidos, cuyo resultado fue la inauguración de los viajes de visitas familiares en 1979, aunque en una sola dirección: de Miami a la Isla.
Los propios cubanos ayudábamos a construir las rejas de nuestra cárcel y, dóciles, dejábamos las llaves en manos del carcelero
De repente, ya los apátridas-gusanos-contrarrevolucionarios no eran tales, sino “nuestros hermanos de la comunidad cubana en el exterior”, que habían sido capaces de conservar los valores culturales originarios y su propia lengua en tierras extranjeras, y a los que les asistía todo el derecho a visitar su país de origen y reencontrarse con sus familias. Ahora venían contentos y cargados de regalos para los pordioseros que habían elegido a una revolución que proclamaba la pobreza como virtud. Ingenuos o no, muchos sentimos la manipulación y descubrimos que habíamos sido estafados, y aunque de un largo y profundo letargo no se despierta a la primera campanada, comenzamos a vivir en alerta y a cuestionar el sistema.
Entonces, sin esperarlo, los hombres nuevos, formados bajo los principios de esa célebre meretriz llamada Revolución, asistimos sorprendidos al espectáculo de la multitud que se aglomeraba en la sede diplomática peruana y a la fuga masiva por el puerto de Mariel. Y quedamos perplejos ante los miles de desertores y horrorizados ante los mítines de repudio, las golpizas, vejaciones e insultos a los que emigraban y la impunidad con que se producía una barbarie que solo era posible instigada y bendecida desde el poder.
Para entonces yo recién había estrenado mi maternidad, y ante cada escena de espanto me aferraba a la ternura por mi hijo. Creo que fue cuando comencé a rasgar definitivamente todos los tupidos velos de la mentira en la que había vivido por 20 años y me obsesioné con la búsqueda de la verdad en la que formaría a mis hijos: la libertad como don que portamos dentro, que nadie otorga, que nace con el ser. Y así terminó el liderazgo de Fidel Castro sobre mi persona, arrastrando en su caída toda posibilidad de deslumbramientos futuros en mi espíritu. Ese año emergió la disidente que vivía acallada dentro de mí, y el paradigmático líder de mi adolescencia comenzó a transmutarse en enemigo.
Temor, admiración, respeto, devoción, duda, incredulidad, rencor, desprecio y, por último, la más absoluta indiferencia, fueron las sensaciones que su existencia marcaron en mí
Por eso no me hicieron mella los difíciles acontecimientos y las batallas fidelistas que transcurrieron tras mi conversión: el caso Ochoa y los fusilamientos asociados, el Período Especial resultante del desplome del socialismo real, el Maleconazo, la Crisis de los Balseros, el niño Elián, las Tribunas Abiertas, las Mesas Redondas, los Cinco Espías, la Primavera Negra, la Batalla de Ideas, la Revolución Energética y tantos despropósitos que acabaron engrosando las filas de los descontentos y de los desencantados, ensanchando la grieta entre el poder y millones de cubanos.
Mis sentimientos por Fidel Castro pasaron por varias etapas. No podía ser de otra manera si nací en 1959, si crecí en una familia fidelista y si toda mi vida ha transcurrido en Cuba. Temor, admiración, respeto, devoción, duda, incredulidad, rencor, desprecio y, por último, la más absoluta indiferencia, fueron las sensaciones que su existencia marcaron en mí.
La noticia de su muerte, pues, no me despierta emociones. Hace poco un amigo me decía, sabiamente, que Fidel Castro no era causa, sino consecuencia. Me parece una sentencia acertada para resumir la historia e idiosincrasia de la nación cubana. Porque los cubanos no somos (no hemos sido nunca) un resultado de la existencia de Fidel, sino a la inversa: la existencia de un Fidel fue posible solo gracias a los cubanos, más allá de las tendencias políticas o ideológicas, más allá de nuestras simpatías o rencores. Sin nosotros (todos) no se hubiera sostenido el poder de su larga dictadura.
Por eso aprovecho esta, su muerte definitiva, para brindar sinceramente, no a su memoria, sino por la nuestra. ¡Que no nos falte nunca más la memoria, para que no olvidemos estas décadas de vergüenza, para que no se repitan más Fideles en esta tierra! Y brindo también, con toda mi fe, para celebrar la oportunidad que esta venturosa muerte abre a la nueva vida que habremos de edificar al fin en paz y concordia todos los cubanos.
Autor: Miriam Celaya - 14ymedio categoría:Artículos y Opinión, Derechos humanos, Dictadura, Historia, Política 26 Nov 16