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domingo, 24 de enero de 2016

La ley de Ajuste Cubano no es el problema

Cubanos, no le demos más vueltas: el problema no está en la Ley de Ajuste ni en los corrillos de los políticos de aquí, allá o acullá, sino en nosotros.
 Con o sin Ley, los cubanos continuarán emigrando, sea a EE. UU. o a cualquier otro destino
 Se está responsabilizando a una Ley extranjera con la solución de problemas que son netamente nacionales
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Miriam Celaya
LA HABANA, Cuba.- La inminencia de la llegada a EE. UU. de miles de cubanos varados en Costa Rica ha vuelto a desatar el debate en torno a la pertinencia o no de la Ley de Ajuste, sus fundamentos originales y las opiniones sobre si los cubanos que actualmente emigran deben ser considerados o no emigrantes políticos y, en consecuencia, merecedores de acogerse a la referida Ley.
Como sucede siempre entre cubanos, el tema mueve las pasiones, nublando la objetividad y haciendo difícil deslindar entre el asunto legal, los intereses políticos, los resentimientos personales de cada quien y la cuestión netamente humana, que es en definitiva la que motiva todo éxodo, más allá de las circunstancias particulares signadas por la política y la economía.
Las posiciones suelen ser polarizadas y excluyentes, sin matices: o se está a favor del arribo infinito de cubanos a EE. UU. –en particular a la ciudad de Miami, capital extraterritorial “de todos los cubanos”– y de la ‘irreversibilidad’ de la Ley de Ajuste, como una especie de derecho divino inmanente a los nacidos dentro de los 110 mil kilómetros cuadrados de este archipiélago, o se aboga por la derogación de ésta y por limitar o cortar la ayuda a los que llegan.
Y como todo vale cuando se trata de sacar ventaja, la ocasión ha sido propicia también para ciertos políticos cubanoamericanos, que han aprovechado la nueva crisis migratoria para atizar las brasas contra el acercamiento diplomático a las autoridades cubanas, impulsado por la Casa Blanca, creando incertidumbre sobre la posibilidad de que desaparezca la Ley de Ajuste y con ella los privilegios que han gozado los inmigrantes cubanos en EE UU.
Lamentablemente, ese enfoque solapa la auténtica causa de la creciente emigración de los cubanos: la asfixia, la decadencia y la condena a la pobreza eterna bajo un sistema sociopolítico y económico obsoleto y fracasado que les fue impuesto inconsultamente casi 60 años atrás. De manera que con o sin Ley de Ajuste los cubanos continuarán emigrando, sea a EE. UU. o a cualquier otro destino, como lo demuestra la existencia de comunidades de compatriotas emigrados en un sinnúmero de países en los que no existen “leyes de ajuste” que los beneficien.
Ergo, la controvertida Ley –la cual, dicho sea de paso, las autoridades cubanas ni siquiera mencionaban durante los tiempos de luna de miel con la Unión Soviética– es un innegable componente del problema, pero no el más relevante, por lo que su derogación no constituiría la solución del incontenible flujo migratorio desde Cuba.
De hecho, se puede afirmar rotundamente que, de desaparecer dicha legislación, los cubanos no renunciarían a las aspiraciones de ingresar al territorio estadounidense, y que una vez dentro de EE UU sobrevivirían en la ilegalidad, tal como lo han hecho otros millones de emigrantes latinoamericanos, los “indocumentados”. ¿Acaso en Cuba, donde todo lo bueno está prohibido, no nos hemos entrenado por décadas en eso de sobrevivir en la ilegalidad de mil manera diferentes?
Los hijos “legítimos” de la Ley de Ajuste
Resulta difícil opinar objetivamente sobre una herramienta legal que ha protegido a tantos compatriotas. Pero cuando hablamos de la Ley de Ajuste, propiamente dicha, es inevitable recordar sus causas y las circunstancias que le dieron origen.
Sancionada en 1966, esta Ley otorgaba estatus legal a un número elevado de cubanos que se habían visto forzados a huir de Cuba, muchos de los cuales habían sido afectados por las leyes revolucionarias o pesaban sobre ellos graves acusaciones, ya fuera por una real o supuesta colaboración con el batistato, o por otros delitos considerados de ‘lesa’ revolución por el castrismo triunfante.
Hay que recordar que en aquellos años todavía el paredón de fusilamiento era la condena habitual que se aplicaba a “los traidores”, por parte de la camarilla guerrillera que tomó el poder en 1959. Tan punible categoría podía incluir por igual a los miembros o simpatizantes de la dictadura anterior –la de Fulgencio Batista– y a los propios participantes de la lucha revolucionaria que se habían opuesto al giro de Castro I hacia el comunismo, una parte de los cuales retornaron a la lucha armada como forma de rebelión, y fueron derrotados.
Los emigrados cubanos de los años 60 fueron principalmente familias de las clases alta y media de la burguesía que habían sido afectados económicamente por las nacionalizaciones y por otras medidas “revolucionarias”, y cuyos intereses eran incompatibles con la línea política que había tomado el gobierno en la Isla.
Y, habida cuenta que al partir de la Isla quedaban despojados de todos sus derechos como cubanos en virtud de las leyes revolucionarias, tampoco desde el punto de vista legal el regreso era una opción para ellos. Así, la Ley de Ajuste nacía para solucionar el limbo jurídico en el que estaban viviendo aquellos primeros emigrados, cuando siete años de fidelismo demostraban que su regreso a Cuba iba a ser más dilatado que lo previsto.
El resto de la historia es bien conocido. Una Ley surgida para beneficio de la emigración política cubana en pleno fragor de la Guerra Fría, acabaría estandarizándose al extenderse a todo cubano que pisa territorio estadounidense, pese a que la mayoría de los que hoy emigran no se reconocen a sí mismos como perseguidos políticos de la dictadura castrista.
“Yo voy a lo mío”
Ninguna de las etapas del largo experimento comunista en Cuba ha estado exenta de migraciones. Con sus picos y sus valles, el flujo hacia el exterior ha sido un signo importante de la historia de la nación cubana en los últimos 57 años, bajo el mismo gobierno y el mismo sistema político.
Las circunstancias actuales, sin embargo, no son las mismas que sirvieron de escenario a las migraciones de los 60, de la colosal migración por Mariel (1980) –donde los abusos de los mítines de repudio, las humillaciones y las golpizas promovidas desde el gobierno y organizadas por el PCC y las organizaciones de masa marcaron para la siempre la memoria tanto de los que se fueron como de los que quedaron en la Isla–, o de la espectacular Crisis de los Balseros (1994).
Si los cubanos que huyeron en los primeros años de la revolución sufrieron la ruptura absoluta con lo que fue su vida en la Isla y fueron despojados de propiedades y derechos como nacionales, si soportaron la condena del desterrado ante la imposibilidad de regresar a su tierra natal a lo largo de décadas en las cuales muchos murieron o perdieron a sus familiares que quedaron acá, sin siquiera despedirse de ellos, y si fueron víctimas directas del sistema político que algunos de ellos incluso habían ayudado a entronizarse en el poder, lo cierto es que en los últimos cuatro a cinco años la realidad ha cambiado, y también así la percepción que tiene el emigrado sobre su propia situación.
Los cubanos que actualmente emigran, no solo se auto definen mayoritariamente como emigrados económicos, sino que en virtud de la reforma migratoria de 2013 conservan tanto el derecho a entrar y salir de Cuba dentro del plazo de 24 meses, como sus propiedades y al menos los mínimos derechos que están refrendados en la Constitución cubana.
Una gran parte de ellos declara que su intención al emigrar era mejorar sus condiciones materiales de vida y ayudar a su familia en Cuba –es decir, ni más ni menos que las mismas aspiraciones de millones de latinoamericanos– y hasta repiten la sempiterna frase sabichosa que tanto se escucha por estos lares isleños: “A mí la política no me interesa; yo vengo a lo mío”.
Y, en efecto, una vez obtenida la residencia (la famosa “green card”), comienzan a viajar a Cuba antes de que caduquen los dos años de gracia que les otorga el gobierno cubano para conservar sus derechos como nativos de la ruinosa hacienda insular. El “miedo” a las represalias castristas que expresaban a la hora de acogerse a la Ley de Ajuste, desaparece abrupta y mágicamente.
Triple beneficio: para los emigrados cubanos porque se favorecen doblemente, tanto con la Ley de Ajuste como con la reforma migratoria raulista. Para el gobierno cubano, porque la migración se ha convertido en una de las pocas industrias que les garantiza el ingreso neto y constante de divisas.
Luego, los privilegios de rápido acceso legal al trabajo, al Social Security Number, a los food stamps, y a otras prestaciones recibidas por una supuesta condición de “perseguidos” se convierte realmente en una especie de timo legal al erario público al que aportan los contribuyentes, en especial los estadounidenses que nada tienen que ver con el drama cubano. Este es el argumento esencial que esgrimen quienes creen que ha llegado el momento de –al menos– revisar la Ley de Ajuste, y modificarla para que se puedan acoger a ella solo quienes puedan ser considerados razonablemente como “perseguidos políticos”.
Pero la trampa mayor de la Ley de Ajuste no radica exactamente en que tiende a reforzar la intangible (y falsa) excepcionalidad de los cubanos. Tampoco estriba en su ambigüedad actual o en la discrecionalidad que en un futuro le pueda conferir alguna modificación, sino que –tal como ocurre con el Embargo– su verdadera inconveniencia reside en que se responsabiliza a una Ley extranjera con la solución de problemas que son netamente nacionales.
Una vez más se coloca sobre los hombros de legisladores y otros políticos foráneos la búsqueda de salidas a la eterna crisis cubana, realidad que demuestra la perniciosa infancia de una nación cuyos hijos, incapaces de percibirse como protagonistas de sus propios destinos y cambiar las reglas del juego en su país natal, optan por escapar del miserable paternalismo castrista para acogerse a las generosas bondades del paternalismo estadounidense. Cubanos, no le demos más vueltas: el problema no está en la Ley de Ajuste ni en los corrillos de los políticos de aquí, allá o acullá, sino en nosotros. Es así de sencillo.
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