Ernesto Pérez Chang
LA HABANA, Cuba -Ha transcurrido una década desde que Fidel Castro, bajo la idea de una supuesta “revolución energética”, forzó a millones de personas a endeudarse con la compra de equipos eléctricos de mala calidad que había adquirido en China y Rusia a precios irrisorios pero que luego fueron comercializados en cifras astronómicas, con respecto a los bajísimos salarios y pensiones que ganan los cubanos.
Algunos municipios, sobre todo aquellos donde viven los sectores más pobres, como Arroyo Naranjo, fueron seleccionados como zonas de “experimentación” porque, si las medidas de ahorro resultaban efectivas allí, más tarde serían implementadas en el resto del país, sin embargo, tales acciones escondían una estrategia política maquiavélica, como se infiere de los desastrosos resultados.
Fue en el año 2004 que comenzó el plan de sustitución de equipos eléctricos de uso por otros nuevos supuestamente más ahorrativos pero que han demostrado ser tan altos consumidores de electricidad como los anteriores, enviados a los hornos de la Antillana de Acero y exportados como chatarra.
Aunque el negocio era redondo, el ciudadano jamás fue resarcido por los equipos que entregaba y, para colmo de males, junto con los nuevos aparatos de pésima calidad, solo recibía un manojo de compromisos de pago que, en ocasiones, excedían casi doscientas veces los ingresos mensuales, como le sucedió a Hilda Rosa Puig, vecina del poblado capitalino de la Güinera, que nos cuenta cómo su madre murió sin llegar a saldar la deuda con el banco y que, a causa de los descuentos, estuvo más de cinco años recibiendo solo 10 pesos de un ingreso mensual de 64 que cobraba por la jubilación.
Hilda ha heredado los despiadados desembolsos por unos equipos que ya ni recuerda porque, al no alcanzarle el dinero, ni ha podido reparar aquellos que se han roto y hasta debió vender el televisor para comprar alimentos y medicinas cuando la madre enfermó de cáncer. Me dice que se siente estafada y que si hubiera tenido el valor necesario no habría cambiado sus equipos por los otros que no servían: “no quería hacerlo pero, de cierto modo, nos obligaron a firmar”.
Las personas, además de entregar sus refrigeradores y televisores en buen estado de funcionamiento, debían renunciar a cocinar con gas licuado, más ventajoso en un país periódicamente afectado por ciclones y con un suministro de electricidad nada estable. A cambio, el gobierno les exigía adquirir una simple hornilla eléctrica y una serie de cacharros que, por lo regular, sumaban una deuda cuya cifra mínima sobrepasaba los 11 000 pesos, sin contar los incrementos en los gastos de electricidad que trajo consigo la disposición.
Hogares que hasta esa fecha solo gastaban de 5 a 10 pesos por el consumo eléctrico mensual, comenzaron a destinar a esos fines más de la mitad del salario que, en estos momentos apenas les alcanza para comer, por lo que se han visto obligados a buscar nuevas formas de ingreso para lograr llegar a fin de mes, como es el caso de la propia Hilda que, además de trabajar limpiando pisos en un hospital, por las noches cuida enfermos o hace alguna labor de costura para los vecinos.
Esgrimiendo el mismo discurso entusiasta que siempre usa para disimular el callejón sin salida que ha ido creando con el desastroso y antojadizo manejo de la economía, el gobierno hizo creer a los ciudadanos que aquella “revolución” sería un estímulo que supondría un mejoramiento de las condiciones de vida, además que los acuerdos con los bancos se ajustarían a los bolsillos de los trabajadores. Todos fueron forzados a aceptar lo que en el momento fue conocido como “pacto social” y que, a las claras, se revela como un desfalco masivo, a juzgar por la dura realidad que viven hoy miles de familias que, transcurridos diez años, aún no logran liquidar las deudas, a pesar de que esos equipos que adquirieron en el 2004 hace mucho terminaron su período de vida útil.
El llamado “pacto social”, divulgado en volantes impresos por el Partido, en principio era un llamamiento político que “convidaba” a someterse a tal ensayo pero, teniendo en cuenta el número de personas que se negaba a aceptarlo o a continuar en él, a los pocos meses, sin esperar los resultados de la prueba ni atender las quejas de las familias “bajo experimento”, fue transformado en un recurso legal impuesto a casi todo el país no solo como consecuencia de la presión por los acuerdos comerciales que el gobierno debía cumplir con las empresas extranjeras que suministraban los equipos, sino además porque guardaban bajo la manga la implementación de un sórdido instrumento de control sobre los ingresos de los más pobres, conducidos a un círculo vicioso, entre las deudas y los gastos.
Acosados por los llamados “trabajadores sociales” que tocaban a las puertas de las casas a cualquier hora para obligar a pagar, chantajeados con cartas de denuncia del CDR (Comité de Defensa de la Revolución) a los centros de trabajo para afectarles los empleos y congelarles los salarios o con negarles la salida del país a aquellos que estaban en trámites de viaje, quienes se negaron a pagar las deudas adquiridas por imposición terminaron acudiendo al banco para acatar los llamados “compromisos de pagos”.
Para el gobierno había sido un negocio redondo: a la vez que enmascaraba la medida de elevar los precios del gas licuado (que ahora vende a precio de oro a esos mismos a quienes se los quitó), obligaba al pueblo a comprar una montaña de equipos de mala calidad y a la vez se aseguraba de que millones de personas se mantuvieran durante años en los límites de la pobreza y atadas al Estado mediante deudas insalvables, un método de dominio que siempre le ha sido muy efectivo para ejercer el control sobre las multitudes.
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http://www.cubanet.org/destacados/el-utimo-gran-negocio-de-fidel-castro/
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