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martes, 17 de enero de 2012

Omerta.El código secreto de una conspiración cinematográfica.

 Omerta, un film de Pavel Giroud
Por Maylin Machado
Enterrar plata en una botella en medio de la noche,
otro complot más en la serie de conjuras irónicas y
políticas que circulan desde siempre…
“En los primeros años de la década de los 60, La Habana vivía tiempos convulsos…” Antes miembros de una asociación paralela pero legítima, los integrantes del crimen organizado serían desterrados por el nuevo gobierno. Entre el exilio y el insilio, se convertirían en seres exóticos cuya existencia quedaría prácticamente relegada al plano de la ficción. La de la película comienza en la nostalgia. La añoranza de la acción de la que se ha visto privado su protagonista nos lo presenta como un héroe absurdo.
El absurdo depende tanto del hombre como del mundo, por eso, decía Camus, florece de una comparación, en este caso, entre esa dimensión de la imaginación que es la memoria del pasado y el presente de la historia. De ahí procede la alienación del personaje, de la constante evocación de un modo de vida que no tiene cabida en el nuevo entorno.
La condición de su integración es el cambio, el mismo cambio radical y feroz que el medio experimenta y que exige que los sujetos sociales sufran con él. Rolo es un extranjero en su propia tierra porque esa revolución que no puede seguir ni entender se la devuelve totalmente ajena. Quizás por eso, y a pesar de la fisonomía de Manuel Porto, nos parezca más cercano al personaje de Camus que al canon del gángster que todavía es el Padrino, o incluso a ese referente más actual y sensible que es ya Tony Soprano. Aunque existenciales, sus problemas no son precisamente consigo mismo sino con el contexto en el que vive.
El protagonista verbaliza el vacío que lo separa de ese mundo en transformación justo en el monólogo que le sirve de presentación y da inicio al filme. Lo escuchamos en off, como surgido del reverso del cuadro negro sobre el cual vemos caer diminutos copos blancos. Pero “eso que parece nieve es caspa –narra la voz. Dicen los médicos que son los nervios y no lo dudo. Desde que me licenciaron, me silenciaron. Hay quien dice que es sólo el comienzo, que me iré descascarando poco a poco hasta que no quede nada de mí. Espero que no sea tan lento, no me lo merezco. Soy de esa clase de hombres preparados para morir de un disparo en el pecho no postrado en una cama”. Sólo entonces, la música da paso al sonido de un zipper que abre el plano en dos y deja ver parte de la cara del que habla, como quien descorre una bolsa plástica del rostro de un cadáver.
Ese prólogo, el momento más emotivo de la película, quizás el único, es en sí mismo un diagnóstico. Más adelante, conoceremos que una visita al médico lo había hecho oficial. Éste rellena la historia clínica del paciente y parece anotar en ella lo que nosotros y Rolo sabemos ya: “Creo que la raíz de su problema es la inactividad”. Pero lo que realmente se determina aquí, hasta el punto de volverse efectivo, casi físico, es el divorcio resultante de la confrontación entre el protagonista y la realidad.
La comparación entre ambos había empezado con la antesala del filme. Tan pronto como Rolo, a modo de bienvenida, tocaba el arma para luego abandonarla en la gaveta, se ponía su dentadura, el anillo, nos guiñaba el ojo a través del espejo y sonreía, la cámara se desplazaba hacia la cubierta de un periódico que hablaba de revolución. A partir de entonces las imágenes que aludían a ésta se sucedían como en un noticiero ¿ICAIC? Hombre y mundo comenzaban así a medir expectativas, también fuerzas, porque la escena final de la secuencia introductoria nos presentaba la sociedad secreta, aún desconocida, para cerrar con el anuncio de su voto de lealtad: Omerta.
—¿Por qué no trabaja? –pregunta el médico e inicia así el debate que consuma el monólogo inicial.
—En este país ya no hay trabajo para hombres como yo… créame.
—Pues no tengo nada que recetarle –concluye, como aclarando que el único tratamiento para su afección psicológica es la integración.
—Me lo imagino, ni yo mismo sé por qué vine a verle –responde Rolo, cerrando el diálogo sobre esta línea y con él cualquier posibilidad de acuerdo.
El final de su alienación resulta imposible en el nuevo mundo, por eso la muerte parece seguir siendo la única salida al problema del absurdo. De hecho, así lo notificaba nuestro primer encuentro con el protagonista: aquella cara azulosa descubierta por un zipper. O, pregunta el médico: “¿Me quiere decir qué tipo de trabajo es el que le viene bien a usted?”
Este baño podía haber inaugurado la cinta. Sin embargo, llegamos a él después de casi treinta minutos de metraje, como si se precisara del primer síntoma de vitalidad de Rolo, ridículamente temerario, para revelar el origen. El del relato se halla tras la superficie ahumada de un espejo. Su mano la limpia hasta dejarnos ver parte de su rostro ahora barbudo. Un primer plano al anillo, sello de membresía, lo descubre abandonado sobre el lavabo. Luego, dedos que quitan el seguro y se ajustan al gatillo de un revólver; lo observamos colocárselo en la boca. Suena el teléfono en lugar de un disparo. También lo hace el agua que corre, sostenida, como la duda del personaje que no se anima ni a una cosa ni a otra. Finalmente, termina por retirar el cañón y asegurar el arma. Avanza con desgano hacia el teléfono que sigue sonando. Es El Vasco. Le anuncia una nueva misión.
Sólo la intriga podía detener la mano del personaje. La llamada lo trae de vuelta a la vida y con ella a la acción, o viceversa. El suicidio es sustituido por la misión y, así, Rolo se transformará de alienado en conspirador. No por gusto esta escena aparece después de que han sido presentados todos los miembros de la improvisada cofradía, también Sardiñas y Yoyi. Como tampoco es gratuito que, tras el corte, hayamos retornado a la sala donde, casi al inicio del filme, había quedado suspendida una partida de ajedrez. “Teniente Dopico por aquí. ¿Dónde? Enseguida voy para allá”. Cuelga el auricular y su figura, antes al fondo y desenfocada, se hace nítida al acercarse a la cámara. El policía vuelve al juego después de haberse incorporado a ese otro, el de la acción dramática, que había empezado sin él.
Éste no es un combatiente más que viene a sumarse a las filas del cine de la revolución. Se trata de un personaje que exhibe con desfachatez su condición de peón en el esquema político-narrativo. No hay en él conflictos emocionales ni filiaciones extremas a una doctrina. Por eso su comportamiento se rige más por la psicología del juego que por una identidad colectiva/ individual. Es aquella la que guía cada uno de sus pasos.
Su disciplina dramática habla sólo del compromiso con su trabajo, como si el suyo tampoco tuviera “nada de especial salvo el hecho de que le permite sentirse muy bien cuando lo está haciendo”. Ese placer, que lo acerca a los detectives de la tradición cinematográfica norteamericana, es lo que lo define, más que su fe en el credo que debería representar.
El filme parece estar marcado por la desideologización, sin embargo no resulta por eso menos político. Todo lo contrario.
Las referencias al contexto que hemos tenido hasta el momento son escasas, diría mejor concisas. No estamos ante una reconstrucción detallada de la sociedad cubana del período, ni siquiera de una austera composición de fondo, sino de un sintético collage de imágenes que sirve como representación. Quizás también porque se corresponde con la mirada del bando del protagonista. Estos sujetos no toman parte en la transformación de un mundo que ha dejado de pertenecerles. Su alienación implica que lo perciban desde la distancia, y que incluso lleguen a hacerlo con aprehensión. Después de todo, la paranoia será la salida a la crisis del sentido de un entorno para el cual ellos son indiferentes.
Lo que sirve a la figuración de la Cuba de entonces son flashazos a la prensa, fragmentos de películas, emisiones radiales… los medios que configuran nuestra visión de la realidad, incluso de aquella en la vivimos. “¿Puede bajar esa musiquita?”, le pide Rolo a Sardiñas en su primer encuentro en el taxi, refiriéndose con molestia a la melodía de una marcha combatiente. “¿Quiere que lo cambie?”, y mueve el dial, con sarcasmo, hacia una alocución de Fidel que anuncia al pueblo las nuevas disposiciones.
Pero esa imagen mediática es también una alegoría al carácter narrativo de toda ideología y a su uso como instrumento de control. Como si a través de ella se negociara la participación de la ficción política en la historia fílmica o viceversa: la salida del relato cinematográfico al escenario social de la producción de poder como juego de fuerzas.
No es por eso azaroso que lo que ha llevado a los asaltantes hasta el set en el que se encuentran, la mansión del Jefe, haya sido la cubierta de un periódico, la misma que sirviera de carta de presentación al mundo circundante hacia el inicio del filme. Para llegar a aquí hemos tenido que atravesar un campo minado de tensiones estéticamente calculadas. Rolo camina por la calle. Desenfocado. Lo recibimos de frente, ya nítido, como si ese corto trayecto del médico hacia nosotros hubiera despejado, al menos parcialmente, su perspectiva trágica de la vida. Ha pospuesto el suicidio y rechazado la invitación a la participación ciudadana. Un jeep cargado de guerrilleros que hace su entrada al Hotel Nacional se cruza con su mirada. Esa fugaz irrupción en la que fuera la más famosa de las residencias de la mafia en Cuba, es el presagio del arribo de nuevos inquilinos.
El encuentro que prosigue ha sido desterrado a un edificio cualquiera. Tan anónimo como deben serlo sus participantes. Una circular escalera art nouveau vista desde abajo, el cuerpo de Rolo silueteado sobre un también bello tragaluz de opalina en mitad del ascenso, luego su pie en el último escalón. Llegamos a esta reunión en compañía de una música que anticipa la amenaza.
La que nos ha convocado ha sido advertida por El Vasco. No se halla en el titular que notifica la nacionalización ni siquiera en la frase que marca en tinta roja “las lacras mafiosas… no volverán a poner…” Más bien ha sido consecuencia de la aguzada lectura entre líneas de este viejo conspirador. “¿Sabes lo que quiere decir?” “¿Qué quiere decir Vasco, me estás poniendo nervioso?” “Quiere decir que van a tomar las casas”. Quiere decir que esa realidad hasta hace poco incomprensible se les ha revelado con un sentido oculto.
La misión se pondrá en marcha a partir de entonces bajo la iniciativa de El Vasco como forma de complotar la amenaza social o, lo que es lo mismo, una sociedad que amenaza con desahuciarlos definitivamente. Pero este contra complot tiene un objetivo preciso: “Recuperaremos ese oro antes de que estos barbudos tomen la casa” “¿Y después?” “Después ya veremos”.
Rolo aprovechará sus dotes de héroe absurdo en su nuevo rol de conspirador. A punto de convertirse en nadie, este personaje es un hombre solo, dispuesto a abandonarlo todo, hasta su propia vida. Lo hemos visto perder capa a capa lo que le quedaba de sí mismo. Por eso, durante aquella llamada de resurrección, las instrucciones de El Vasco para la cita intentaban reforzar su anonimato borrando los rasgos genéricos de su identidad: “Ni traje ni corbata… todo lo que tenga tufo a burgués se va abajo”. “¡Ah!, y sal sin el hierro”, la prueba más clara de su vocación.
Dopico hace su entrada a escena para detener la huida de los asaltantes y acorralarlos en el lugar de los hechos. Ese enclaustramiento, que hará de la casa un centro provisional de reclusión y espacio de resistencia, será la causa de la trascendencia futura de la intriga.
Hasta ese instante, para Rolo y su dispar grupo todo se reducía a un único propósito. El corto alcance de la tarea justificaba su escepticismo ante la disposición arrolladora de El Vasco: “Para serte sincero… no es una misión que me provoque mucho orgullo. De cuidarle las espaldas al hombre más temido de Cuba… a ser un simple velador, hay un buen trecho”. Para él no dejaba de ser una encomienda caritativa del Jefe “para quedar bien con nosotros” porque no alcanzaba a restaurar el pasado. El mismo delimitado objetivo que lo llevó a precipitar el final una vez comprendió no iban a poder lograrlo.
Pero este cerco hará posible que comience a recuperar su antiguo aliento de vida. “No me entregué por la misma razón que no te entregaste tú –le diría más adelante a Sardiñas– porque me estoy sintiendo hombre”. El tope de expectativas que había marcado su confrontación con la realidad se convertirá al fin en pulso directo con sus representantes. Ha llegado definitivamente a la acción.
Dopico, como nosotros, empieza por asumir la situación desde el absurdo: “Debería estar haciendo mandados y mira en lo que anda”. Pero como buen agente del orden desconfía siempre de su contrario. “Hay que preparar muy bien la jugada”, dice tras su primer encuentro con Rolo. Y, curiosamente, la jugada se inicia en el gesto de meditación de Fidel en una fotografía. Sobre una de las paredes de la dirección de la escuela, lo descubrimos frente a un tablero de ajedrez; también al Che, en otro retrato. Como si a través de la iconografía revolucionaria se prolongara la partida al plano de la política de Estado.
No por gusto las negociaciones de la policía se desarrollan, vía telefónica, al interior de este despacho. Las imágenes de los líderes en plena contienda nos dan la bienvenida al intríngulis del control: el cuerpo de seguridad planea su oposición a lo que comienza a considerar una amenaza. Todo ello en el momento que antecede a la secuencia en que se miden estos dos escenarios tan paralelos como la edición que contagia sus ficciones.
El velo que cubre este enfrentamiento nada tiene que ver con la seducción. A pesar del bolero de fondo que contamina la diégesis como mismo lo hace la imaginación de Rolo y Silvana. A pesar del coqueteo que parecen repetir el guardia y la directora mientras supervisan la evacuación de los niños. A pesar de la travesura gore del pionero que pone fin al encantamiento del cortejo de un disparo. Este montaje no deja de ser un “jueguito” dramático, incluso para subrayar que hay más semejanzas de las que sospechamos entre estos dos mundos en pugna.
La condición insular que adquiere la residencia reproduce el aislamiento del país, no como resultado de una circunstancia geográfica, sino debido a la naturaleza de su proceso social. Éste también ha sido fruto de las conspiraciones secretas de pequeños grupos, como toda revolución. Pero también como toda revolución institucionalizada ha anunciado “desde su origen el fantasma de un enemigo poderoso e invisible”.
“¿Qué se ha sabido del Jefe?”, preguntaba Rolo a El Vasco en aquel encuentro revelador. “No mucho, ya sabes que es imposible mantener contacto con el exterior”, le respondía, como si además de subrayar su nuevo liderazgo nos ofreciera elementos para una comparación futura. La sociedad que los rodea se considera a sí misma una plaza sitiada como luego ocurrirá con la que fructifique de su misión.
La resistencia será para ambas principio y forma de sobrevivencia. Las dos han sido el resultado de la mezcla de sujetos heterogéneos que nada tienen que ver entre sí excepto los espacios que comparten (antes impensables) debido al reajuste igualitario que se experimenta. De manera que echar mano a un código ético, no importa cuán incomprensible resulte para aquellos a los que se incite a comulgar, sea el primer paso para establecer el compromiso y con él la unidad en medio de presiones internas y externas. Incumplirlo traerá consigo represalias que refrendarán su autenticidad. “Estado y complot vienen juntos” y sus mecanismos se anudan.
El voto de silencio será el fundamento de la sociedad que se instituye definitivamente al interior de la casa, como antes lo fuera de la antigua familia. Nada más establecido el cerco, el único de los integrantes sin bautizar deberá someterse a la iniciación. La ceremonia ha sido adaptada a los tiempos que corren, “estamos en guerra, ¿no?”, dice Rolo antes de empezar.
El ingeniero se había visto obligado a jurar de inmediato ante la desconfianza que para los reclutadores despertara su color, también su participación forzada. “No tenemos otra opción”, había sido el aval que Rolo pretextara ante El Vasco. “Además, sabe leer planos”, añadía como plus de beneficio al chantaje de Sardiñas. No obstante, las instrucciones del capo en su lecho de muerte habían sido claras: “Ojo con el negro que negocio con negro, negro negocio”.
Yoyi, su sobrino, había sido en cambio su último pedido. Por eso la hora de la ley número uno de la Comisión, “¿qué comisión?”, “la Muerder Incorporate”, le llega con la inminencia del peligro y tras su inicial amago de deserción. Un brindis premonitorio sella la constitución de la sociedad: “Por los viejos tiempos que afortunadamente están de vuelta”, dice Rolo en la penumbra, como una amenaza a contraluz.
La disparidad entre la simplificación del ritual y su proclamada trascendencia, pone bajo sospecha su credibilidad durante todo el filme. También su garantía como principio de unión de seres tan dispares en medio de condiciones extremas. Sobre todo porque la desmesura de la significación que el protagonista le adjudica se traspasa al plano de la representación.
La cara horrorizada de Sardiñas o el brazo resistente de Yoyi sujetado por Rolo en el momento del acto, son seguidos por el fuerte sonido cortante de un arma blanca. En lugar de un chorreante miembro amputado, la imagen nos devuelve una diminuta herida en el índice de cada uno de los participantes. De un tajazo la seriedad se transforma en desvarío.
“Este viejo está loco”, oímos repetir a Yoyi en tono de mofa, de desafío, de traición… No hay un instante del asalto, al interior de la residencia, en el que la cámara no se muestre nerviosa, como si la planificación pulcra quedara reservada a la gestación de la intriga. A pesar de todo, esta sociedad pende de un hilo.
Sin embargo, rozando el desenlace, la historia se permite su único salto temporal pre-59. Es la austera ceremonia de omerta de su protagonista. El director la ha sembrado en este recodo del camino con la precisión de un memo que nos llega en el momento oportuno. Yoyi ha abandonado la casa después de intentar liberar al guardia y agredir al ingeniero y a Silvana. A través de esta última vemos florecer los recuerdos. El dedo del Jefe enjugando la sangre en su boca ante los ojos de Rolo que sólo puede bajar la mirada hacia el suyo, no nos dejará olvidar el compromiso que implica pertenecer a esta familia.
Hay quien dice que el filme sólo existe para ese instante en que vemos salir a Yoyi de entre las rejas y a Sardiñas llegar a recogerlo en su flamante descapotable blanco, impecable como su ropa. Yo diría que existe por él.
Quizás haya muchas escenas así en la historia del cine, pero ésta suena a cubano. Como a propósito, el primer comentario del ex recluso, después de un sorprendido “Neeeeegro” como saludo, es para el grupo que canta.
Ahora la música se escucha muy bajo. La goma delantera se detiene y sentimos un cuerpo caer. Luego el cierre de una puerta. El volumen de la canción sube poco a poco mientras el carro arranca. Con una marcha a atrás a nuestra mirada, descubrimos a Yoyi tendido boca arriba con la garganta abierta. El arma homicida ocupa el plano. Lleno de sangre, el abrecartas, instrumento de traición y de venganza, yace en el suelo muy cerca de la oreja del cadáver. Chirrín chirrán.
El ritmo Van Van marca la cadencia de este ajuste de cuentas, pero lo que lo convierte en una escena memorable no es sólo su tempo, sino su clave. El hallazgo de su combinación es el despertar de todos los incrédulos que, como Yoyi, nunca confiaron en la trascendencia de la historia. Él mismo continúa burlándose hasta el largo segundo que antecede a su muerte, en el que se nos revela que este truculento juego no ha ocurrido en la intimidad de un autocomplaciente ejercicio cinematográfico. Esta intriga ha penetrado el campo de batalla de la sociedad.
Es cierto que hasta este momento hemos sido engatusados por soluciones extravagantes que nos han llevado a dudar, como ese delicioso baile del ingeniero que prometía a un triunfador y todavía afro Michael Jackson. Causa de la irritación de muchos, éste es el cierre del episodio de intimidad más auténtico del filme que marcará afectivamente la alianza entre los dos personajes. Sólo retornando a esa estancia nos será dado comprender el tono pop de la forzada expiación de Yoyi, además de por qué ha sido Sardiñas, que comienza la conversación preguntándole al protagonista si ha matado a alguien (“¿Quieres mayor indiscreción que ésa?”), quien terminara haciendo justicia por su mano. Esa justicia que Yoyi imaginó jamás lo alcanzaría.
Su deserción había respondido a la creencia de que abandonar el set del crimen y someterse a las leyes de esa otra sociedad mayor, lo librarían para siempre de la delirante cofradía. “Por cierto, ésta es tu cuarta vez, ¿no?”. “Y la última. Me voy a reintegrar… Me voy a sembrar café, pá la zafra”, responde como si una consigna alcanzara a absolver todas sus faltas. Pero los códigos de estos dos mundos aunque similares no son equivalentes. El delito que ha esperado hasta este instante para ser cobrado implica una deuda mayor.
“¿Y cómo terminó la cosa?”, pregunta el ex convicto dentro del carro. “¿La cosa?”, intenta rectificarlo Sardiñas. “Sí chico, el viejo, la casa…”, insiste en pormenorizar su desacato. “Como tenía que terminar”.
Después de ponerle el traspié que restituiría a la trama el instrumento de la venganza, Silvana revela la existencia de una salida secreta. Lo curioso es que esa confesión develaría también una verdad mayor: el sentido último de la intriga.
Vemos la fuga del ingeniero mientras la voz ceceante de la criada, unas veces on, otras off, describe los pasos para su ejecución. “Hijo de puta”, escuchamos decir a un indignado Sardiñas de vuelta a la sala donde Rolo aún sostiene a la maltratada Silvana. En el camino, con la confusión de la narradora todavía atontada tras el golpe de Yoyi, el ingeniero había abierto la puerta equivocada. Y así, por error, fue a dar con el oro.
Minutos después, abrecartas mediante, nos llegará el mensaje del capo con las instrucciones del cambio de escondite. Pero la epifanía dramática que Rolo experimenta en esta secuencia nada tiene que ver con la localización real de un tesoro que ha dejado de ser hace mucho la finalidad de la acción, sino con la posibilidad de encontrar una salida permanente a su vida.
Hasta ese momento, el protagonista no tenía otros planes como no fueran los de tratar de encender su fosforera. Sin embargo, la huida se le presenta como garantía de subsistencia para su nueva familia. “No voy a dejarlo solo, Jefe”, concluye el ingeniero confiriéndole, junto a la criada, la titularidad de Don.
“Vete Sardiñas, ya sabes cómo hacerlo… Es una orden, acuérdate que hicimos el pacto de omerta”, le encomienda Rolo ante su imposibilidad de abandonar a Silvana pero con la certeza de que “un solo camarada de armas es suficiente: uno no necesita tener a toda la sociedad de su parte”. La vía de escape será la salida al secreto en que deberán seguir existiendo en lo adelante.
Por eso el ingeniero se asegura de que nosotros y Yoyi hayamos comprendido la significación de su muerte antes de poner término a su vida. Toda la conversación que han mantenido hasta este instante ha sido un diálogo exegético que terminará con una demostración: esa pequeña y extravagante sociedad se ha convertido en un universo alternativo que ha invadido el mundo y construido otra realidad que el final del relato no hará sino avizorar.
La película se nos descubre intrincada como un complot, no por la discontinuidad de la trama, sino porque en ella se ha cifrado lo que es esencial. Es eso lo que ha diluido la emoción y ha evitado que establezcamos vínculos afectivos con los personajes. Esa renuncia a sentimentalizar la experiencia estética del espectador y oponer en cambio un distanciamiento por momentos cínico, otros burlesco hace que esta historia de traiciones y lealtades, construida sobre un derroche de intriga y suspense, no llegue a provocar en nosotros la más mínima conmoción como no sea la de la risa en sus pasajes más osados, rayanos en el absurdo.
La elipsis de la pasión sería también un argumento ante la frialdad de las actuaciones, sobre todo ante la llaneza de la de Porto. Sí, porque la pasión ha sido descentrada si no abstraída al plano de la construcción cinematográfica. Quién sino un apasionado artesano del sentido podría lograr esta artificiosa estructura hecha a base de piezas meticulosamente combinadas. Piezas tan heterogéneas, como global resulta su procedencia, y que nada tienen en común excepto el gusto de su director. Esa disparidad apareada es la que oculta la verdadera intriga al tiempo que sirve a su producción. Sólo un ejercicio cinematográfico casi puro podía producir un filme como Omerta: con fecha y localización históricas concretas pero con una relación absolutamente desmaterializada con su contenido. El ajedrez del funcionamiento de lo social más que la sociedad propiamente dicha, es aquí el tema.
“Divino tesoro”, reza el cartel que nos recibe a la entrada de la casa, “Hospital geriátrico”. Esta locación ha sido el escenario de las distintas fases por las que ha transitado la asociación paralela: el crimen organizado, la misión y la conspiración. Es en esta última donde nos reencontramos y se reencuentran los personajes.
El sonido de un carro nos introduce a Sardiñas que ha venido al cumpleaños de una anciana Silvana. “Salud que haya porque belleza sobra… Iba a traer a la niña pero tuve que hacer un trabajito antes”. “¿Y cómo salió el trabajito?”, aparece nuestro protagonista envejecido. “Bien”, sólo nosotros y ellos sabemos a lo que se refieren. Acabamos de dejar un cadáver en medio de la carretera. “¿Bien?”, insiste mientras señala una mancha de sangre en el encaje impecablemente blanco de la camisa del ingeniero. “Muy bien”, concluye éste orgulloso.
Junto al estatus de Don, Rolo ha heredado su residencia, un asilo. Sardiñas, en cambio, es el único integrante integrado de la cofradía. Él es la garantía de su descendencia y el medio más plausible para infiltrarla en esa otra sociedad mayor. La venganza de la que hemos sido testigos es la prueba de que ha trascendido su enclaustramiento y motivación incidental. “Tengo planes”, dice el jefe. “¿Me los cuenta?” “Hay más tiempo que vida… Quiero madurarlos bien porque no puede haber imprevistos”.
La edificación que antes fuera barricada, lugar de resistencia, se ha convertido en retiro, en un albergue fruto de la seguridad social o, cabría decir, de lo que hace una sociedad para protegerse a sí misma. Su simbolismo no ha dejado de medirse con respecto al contexto en el que se encuentra. Por eso el teniente Dopico que ahora está dentro, de visita, juega en ella su eterna partida de ajedrez.
El triunfo que parece obtener al final es justamente el de este escenario como salida a la imposibilidad de erradicar a aquellos que rechaza. Porque tampoco consigue afiliarlos. Debe vivir con ellos aunque intente ocultarlos bajo nociones de representación y mayoría. Pero se trata sólo de una partida, el juego continúa. “El esquema de una sociedad es el campo de batalla y no el pacto, es el estado de excepción y no la ley”. Y así, con un paneo que registra el espacio múltiple de la convivencia, el director vuelve sutilmente a “enterrar plata en una botella en medio de la noche”.
Mailyn Machado
Tomado de:
http://pavelgiroud.wordpress.com/category/3-omerta/

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