¿Quién lo diría?
Autora: Esperanza E Serrano
Corrían los meses del verano caribeño con sus estragos de lluvias, mosquitos, calor, humedad, aburrimiento…
Sebastián se paró detrás de la ventana. Miró a través del cristal la suave lluvia besando las calles. Le dijo a sus compañeros que necesitaba leer un buen libro. La humedad y el bochorno de la tarde no le dejaban concentrarse en su nuevo proyecto de investigaciones en la Academia de Ciencias de la localidad donde trabajaba desde hacía varios años. Un buen pretexto para acudir de nuevo a la vieja biblioteca.
Siempre encontraba una excusa para buscar en los viejos estantes de la Sala de Arte y Literatura de la Biblioteca Municipal el libro inexistente, sabía que en corto tiempo la joven bibliotecaria se acercaría a preguntarle si necesitaba ayuda. Pregunta cuya respuesta era siempre la misma.
-No, ese libro no lo tenemos pero te sugiero que leas a…
Por ahí comenzaba otra amena conversación sobre cualquier tema relacionado con la literatura local, nacional, universal, o bien podría ser un comentario sobre la última exposición de pintura o de historia en el museo. A veces bastaba una simple broma para comenzar a disertar sobre Freud y el Psicoanálisis, o sobre Ivan Petrovich Pavlov y los reflejos condicionados. Los temas variaban, pero nunca perdían su encanto.
Las visitas de Sebastián a la biblioteca cada vez eran más frecuentes. Ya ni siquiera necesitaba dar una excusa para escaparse de la Academia a cualquier hora de la tarde. Al llegar las compañeras de Nancy lo saludaban y le indicaban donde podía encontrarla en ese momento. Bien sabían que no buscaba un libro en específico sino un pretexto para conversar con la joven.
Cada vez se sentía más atraído por los encantos de la muchacha que siempre lo recibía con su sonrisa seductora mirándolo directamente a los ojos como diciéndole: “Te esperaba”. Cada encuentro le producía la misma sensación, una mezcla de alegría y de miedo.
Miedo por las consecuencias si su esposa Estela llegara a enterarse de sus fugas, de sus encuentros y prolongadas conversaciones con la joven bibliotecaria. Si su esposa llegara a saber o a sospechar de cuánto le atraía aquella muchacha, seguramente le armaría un gran escándalo, además de involucrar a los hijos en la “bronca”.
Nancy se le estaba convirtiendo en una obsesión. Cada tarde sentía la imperiosa necesidad de verla. Le atraía su figura larguirucha, pálida, soñadora, su andar sensual, su dulce voz, su sonrisa, sus grandes ojos siempre brillantes, sus manos, su largo pelo rubio… Le atraía descomunalmente su elegancia, su exquisita educación y su capacidad para hablar o escuchar sobre cualquier tema de interés. Sabía que estaba jugando con fuego, pero estaba dispuesto a quemarse antes que renunciar a la compañía de la muchacha.
Demetrio, su amigo de toda la vida, le había advertido que actuara con discreción. Ya en muchos círculos de amigos, conocidos y compañeros de trabajo se comentaba con picardía sus visitas a la biblioteca y sus prolongados encuentros con Nancy. Se hablaba de un romance entre ellos y del gran escándalo que se armaría cuando Estela se enterara de su infidelidad. Sería una bomba explosiva en el pueblo y su reputación como miembro de la Academia de Ciencias y como figura pública se afectaría grandemente.
Sólo Sebastián sabía de sus luchas internas por las tantas veces que se repitió a sí mismo que no debía verla, no debía pensar en ella, debía alejarse antes de que fuera demasiado tarde. Sabía que estaba en juego no sólo su prestigio de hombre serio, de padre y esposo ejemplar, sino su estabilidad matrimonial y sus relaciones con sus dos hijos, casi adultos pero aún adolescentes y dependientes de ellos. Estaba en juego todo lo relacionado con sus hijos, su familia, el hogar que él había fundado veintidós años atrás con Estela… Lo que dijera la gente no era lo que más le preocupaba. Le preocupaban sus hijos, Estela y la misma Nancy. No quería herir a nadie. Se sentía culpable, egoísta. Inconforme consigo mismo, pero a la vez incapaz de poner punto final a lo que ya se estaba convirtiendo en una necesidad vital para él.
Una fuerza desconocida, un llamado interno, sobrenatural, delicioso y la vez lacerante lo llevaban cada tarde a la biblioteca. Era un acto ya enfermizo, involuntario. Se comportaba como un adicto. Buscaba la compañía de la muchacha con la misma vehemencia con la que el alcohólico busca el primer trago de ron con el pretexto de calmar la sed, asegurando que sólo tomaría una pequeña cantidad a sabiendas de que sería incapaz de cumplir sus promesas al dejarse llevar por el placer de saborear un trago de licor, para luego caer dominado por el vicio saboreando uno y otros muchos tragos más hasta perder el juicio.
Con el paso de los meses los temas fueron tomando un carácter más personal, más íntimo. Comenzaron las anécdotas sobre los pasajes de sus vidas cuando eran niños, adolescentes, sobre el seno familiar en el que habían crecido, sus experiencias estudiantiles… Comenzaron a encontrar coincidencias en gustos musicales a pesar de los quince años de diferencias entre ellos, ambos preferían la música clásica, joyas musicales de todos los tiempos, las baladas románticas, la música ligera… Les gustaban los mismos autores, las mismas obras literarias. Coincidían en sus posiciones políticas, en sus conceptos morales, en la forma de ver la vida como un gran regalo de Dios que hay que disfrutar y enfrentar con coraje. Cada encuentro propiciaba nuevas confidencias. Alguna que otra vez unas lágrimas se escapaban de los ojos de la muchacha. Él la escuchaba con atención cuando ella le hablaba de su infancia de niña triste abandonada por sus padres, mimada por sus abuelos y mortificada por sus hermanos y primos celosos.
Le hablaba de sus fracasos amorosos, de sus desajustes con el medio, de sus desequilibrios emocionales, de cuánto disfrutaba refugiarse en la literatura para olvidarse del gran dolor que llevaba por dentro… Le habló de su pequeño hijo, y de su gran tragedia como viuda y madre soltera. Su hijo no conoció a su padre, era un bebé cuando éste murió en el Estrecho de la Florida a los tres días de haber salido de Cuba en una balsa tratando de llegar a Estados Unidos, tierra de libertad, de promesas, de posibilidades, pero también tierra de refugio, de penas, de sacrificios y de muchos riesgos.
Su esposo, Ángel, tenía la ilusión de una mejor vida en aquel país, estaba convencido que era la única forma de asegurar un mejor futuro para el niño, para ellos y para la familia. En Cuba todo estaba perdido. Él no tenía esperanzas de que las cosas mejoraran algún día. La historia le daba la razón. En siete años las cosas estaban peor que cuando él se fue Le habló de sus sueños y de sus luchas en contra del gobierno y todo el daño que todo eso le había ocasionado indirectamente a ella y al niño. Le contó cuánto lo amó y cuánto sufría por su pérdida. Le confesó sus miedos, sus angustias, le habló de su soledad, de su tristeza y de sus ruegos a Dios para que la ayudara a criar a su hijo lo mejor posible. El niño era la razón de su vida, su ancla y su desvelo.
Le confesó su angustia por vivir en la Isla lejos de la familia, sin amigos verdaderos. Ocupaba su tiempo en el cuidado del niño, en el trabajo y en la lucha diaria por la sobrevivencia o más bien por la pervivencia. Le contó de sus insomnios y de sus largas noches leyendo o escribiendo para olvidarse de todo.
Él nunca había imaginado cuántos sufrimientos escondían aquellos ojos negros que lo miraban con dulzura y aquellos labios que le sonreían cada vez que él llegaba. La historia de Nancy lo conmovía infinitamente, quería protegerla, ayudarla, mimarla, apoyarla. Quería convertirse en su principal aliado, en su más seguro refugio. Sabía que cada día la amaba más y más aunque no tuviera el valor de decírselo.
Una tarde estaban solos en el gran salón de lectura de la biblioteca. Ella le mostró el último cuento de aventuras que había escrito para su hijo. Él lo leyó con atención y lo encontró fabuloso. Le recomendó que lo enviara al próximo concurso nacional de literatura infantil. Ella le respondió que no perdería su tiempo en eso, sabía que nunca le publicarían ni una línea, y mucho menos le otorgarían un premio. Prefería conservarlo para su hijo, para que al menos tuviera un buen recuerdo de su infancia.
No tuvo valor de contradecirla y mucho menos el valor para evitar abrazarla. La estrechó en sus brazos y la besó. Ella quedó totalmente confundida. Se sonrojó y no supo qué hacer. Él le pidió que lo perdonara, que entendiera lo que le estaba sucediendo. Se había enamorado de ella y no podía evitarlo.
Comenzó a regalarle flores, le enviaba tarjetas con mensajes amorosos y le pidió que le permitiera ser parte de su vida, no como amante sino como amigo, como alguien que la amaba incondicionalmente sin esperar ser correspondido. Le prometió respetarla por encima de todo.
Los encuentros en la biblioteca disminuyeron. Ella trataba de evitarlo cuando lo veía llegar. Temía que sus compañeras notaran el breve temblor que la sacudía cuando él se le acercaba. Temía que todo aquello se convirtiera en un gran escándalo, otro problema más en su vida.
El comenzó a visitarla los fines de semana en horarios diurnos. Le ayudaba a podar el jardín de su modesta casita en las afueras de Nueva Gerona. Poco a poco se fue encargando de los arreglos de puertas y ventanas, de tuberías tupidas, de fachadas descoloridas a las que les dio vida con nuevos colores de pinturas caseras inventadas por él mismo.
El niño se acostumbró a su presencia dominguera. Le llamaba por su nombre aunque en más de una ocasión quiso decirle tío o papá. Cuando se acabaron las reparaciones y los almuerzos compartidos se hicieron más comunes, volvieron las tertulias y otra vez hubo tiempo para la literatura y también para jugar con el niño e incluso para llevárselo a pescar al río Las Casas, o para llevarlos a la hermosa playa de Punta del Este donde algunas fines de semana debía ir por sus investigaciones sobre el medio ambiente. Allí la Academia de Ciencias tenía un albergue donde se podían quedar a pernoctar la noche del sábado.
Los vecinos de Nancy se acostumbraron a verlo. Las ventanas y puertas de la casita de Nancy nunca se cerraron cuando él llegaba, no había motivos para sospechar de adulterio, ni de la seriedad y compostura de la joven a la que no le conocían ninguna aventura amorosa desde que se mudó para el barrio. Algunas vecinas más voluptuosas sospechaban que algo no andaba bien con la joven bibliotecaria. O era lesbiana o tenía algún problema. Ese “viejo” cuarentón que la visitaba tenía cara de todo menos de galán.
Estela por su parte se acostumbró a las salidas domingueras de su marido. Hasta sintió alivio por no tener que preocuparse por el almuerzo. Podía dormir ampliamente las mañanas, sus hijos estaban creciditos y cada cual podía prepararse su desayuno, o calentar la comida que había quedado de la noche anterior. También se acostumbró a su falta de deseo sexual. Ya ni siquiera recordaba la última vez que él la besó. Su mirada siempre estaba ausente. Cuando le hablaba le respondía con monosílabos. Todo lo que ella hacía le parecía bien. Nada le exigía ni nada compartía. Con frecuencia Estela le comentaba a sus hijos, a sus amistades y a su familia que desde que su esposo se metió a escritor, la literatura lo mantenía en otro mundo. Los premios que él había ganado en diferentes concursos con sus cuentos y noveletas bastaban para entenderlo y dejarlo vivir su “mundo”, cuando salía o cuando pasaba noches enteras tecleando en su vieja Remington.
Fueron pasando los meses, más de un año, y el matrimonio ya no tenía ni temas de conversación excepto las relacionadas con la vida cotidiana o con los hijos. A penas salían juntos. No iban al cine, ni al teatro, ni a la playa ni a visitar a los amigos o a la familia.
Una mañana de marzo sonó el primer campanazo de lo que vendría después. Estela había encontrado una carta que alguien había colado por debajo de la puerta la noche anterior. Se trataba de una carta escrita por un anónimo en la que le contaba de las visitas domingueras de su marido a la casa de una mujer joven, viuda, madre soltera trabajadora de la biblioteca…
A partir de ese día no hubo paz para nadie. Por todas partes se difundió la noticia. Hubo días de tres o cuatro papeles colados por debajo de la puerta. Al parecer aquellas cartas eran escritas por varias personas que no se atrevían a poner sus nombres pero sí eran capaces de contarle a la esposa ultrajada los detalles de las tardes de Sebastián fuera de la Academia, metido en la biblioteca escondido en un rincón hablando y riéndose con la muchacha larguirucha, la zorra con carita de ángel que le estaba robando el marido. Otros papeles menos cuidadosos le relataban los pormenores de las visitas a la casita de las afueras donde vivía la “zorra”, de las pesquerías con el niño y hasta de las caminatas por las playas, en la que los tres aparecían como una familia feliz, disfrutando del verano y de las maravillas naturales caribeñas.
Poco a poco se fue desmoronando el hogar. Estela ya no era la misma. Siempre estaba de mal humor y no era solo por los síntomas propios de la menopausia. Los hijos comenzaron a preocuparse. Estelita, más que su hermano Sebastián, temía lo peor: el divorcio de los padres. Ella no quería ser una más en la lista de los jóvenes con “familias” rotas por la infidelidad de uno de los padres. La jovencita lloraba a escondidas. Fueron meses de mucha angustia, de altas tensiones en el hogar, tirones de puertas, insultos y dormideras en el sofá de la sala.
Sebastián sufría más que nadie su propia situación atrapado en sus indecisiones, sus miedos y sus sentimientos contradictorios. Nancy no era su amante pero la amaba con un amor desmedido, extraterrenal. Por verla sonreír era capaz de cualquier cosa. Pero estaba Estela, su esposa, su compañera de tantos años, la madre de sus hijos. Mujer buena, intachable, que había estado con él en las buenas y en las malas, apoyándolo en todo, incluso en eso de dedicarse horas y horas a escribir. No podía fallarle a aquella buena mujer que ya no amaba con la pasión amorosa de antes, ya no la deseaba como mujer, pero le tenía un gran afecto. Se había acostumbrado a vivir con ella, a sus atenciones y cuidados hogareños. Por mucho que pensara no encontraba una excusa fuerte para abandonarla. El malo era él no ella, ni Nancy.
Sebastián deseaba mantener ambas relaciones. Con Nancy se nutría de fuerzas, de ilusiones y de motivos para escribir, era su musa, su inspiración. Nancy había irrumpido en su vida llenándolo de alegrías, rejuveneciendo sus deseos y sus fantasías sexuales. Era tan linda, tan joven, tan angelical, tan suave, tan dulce, tan irresistible que no podía alejarse de ella.
Su vida había dado un vuelco de 180 grados desde las tardes en la biblioteca. Los domingo en casa de Nancy, los paseos por la playa, el tiempo compartido con el niño huérfano que lo admiraba y lo buscaba para contarle sus travesuras, o pedirle que le hablara de su trabajo en la Academia o de sus premios literarios. Sentía más empatía con Ángel Andrés que con su propio hijo. Ángel Andrés, con sus ocho años recién cumplidos, tenía más inquietudes intelectuales que su hijo Sebastián que ya andaba cerca de los veinte y todavía no sabía qué quería hacer con su vida.
Renunciar o alejarse de Nancy era también perder el encanto de las noches de tertulia en casa de Demetrio, animadas y conducidas por la joven bibliotecaria. Era perderse las lecturas de poemas, de cuentos, o de relatos cortos; era perderse los debates en torno a las obras presentadas, o sobre las nuevas y viejas corrientes literarias; era como perder el contacto con otras personas cercanas que compartían sus mismas inquietudes.
Nancy era la ilusión, la esperanza, lo idílico, lo deseado, lo prohibido, lo soñado, lo que un día seria completamente suyo por ley de vida. El brillo en sus ojos y la manera de ella mirarlo le habían revelado lo que él significaba para ella. Sabía que ella le correspondía de la misma manera, sospechaba de sus luchas internas. Entre ellos dos había surgido, crecido y madurado un sentimiento de pertenencia, eran el uno para el otro más allá de las circunstancias. Sabía que en cualquier momento la pasión contenida por tanto tiempo se impondría por encima de prejuicios y perjuicios. La gran pregunta que le atormentaba era, llegado ese momento de la entrega total, ¿Qué pasaría?
Los anónimos se adelantaron a los acontecimientos. Estela con sus cuarenta y cinco años, sus canas, su cuerpo más que explorado por él, su mirada sin brillo, su apatía, su mal humor, lo llenaban de pena. ¿Cómo decirle que ya no la amaba como antes? ¿Cómo separase de ella sin hacerle daño? ¿Cómo explicarles a los hijos lo que estaba sucediendo? ¿Cómo enfrentar un divorcio y sus consecuencias con sus consabidos cambios de vida, de rutinas, de costumbres, de relaciones familiares?
Es normal que todo cambio en nuestras vidas nos llene de terror, pero un divorcio puede ser tan desastroso como la pérdida de un ser querido por muerte brusca o esperada. Sebastián estaba consciente que cualquier decisión que tomara traería sus lamentables consecuencias.
Le resultaba muy difícil concentrarse en su trabajo en la Academia. Ya apenas escribía. Nancy en más de una ocasión le había preguntado si estaba enfermo. Sus ojeras y su falta de apetito lo denunciaban. Se sentía culpable y a la vez incapaz de hablar claramente con alguna de las dos.
Sabía que había llegado la hora de las definiciones. Era hora de romper el desequilibrio, era el momento impostergable para el cambio. Por momentos continuaba con las ensoñaciones. Con la solución idílica de mantener las apariencias en su hogar, continuar al lado de su esposa y sus hijos y a la vez mantener o hasta incrementar sus encuentros con Nancy. Poseerla, amarla, hacerla feliz… Pero ¿cómo podría la muchacha ser feliz si la sociedad la condenaría por ser la amante, concubina de un hombre casado? Se sentía egoísta, culpable y en deuda con las dos mujeres.
Nancy lo observaba. Se imaginaba la gran tragedia interna que estaba sufriendo pero no se atrevía hablarle directamente de ese tema. Trataba de distraerlo, de transmitirle confianza en sí mismo. Con mimos y atenciones le demostraba que confiaba en él y que no debía preocuparse por ella. Todo estaba bien entre ellos. Ella no le exigía nada, se conformaba con todo lo que él le podía dar en ese momento, le agradecía sus atenciones y el tiempo y actividades compartidas en su casa, en las tertulias, en la playa en las orillas del río. Le agradecía infinitamente sus atenciones y tiempo dedicado a Ángel Andrés. La palabra Estela y lo que ella representaba entre ellos era un tabú que Nancy no pensaba romper en ningún momento. Su amor por Sebastián estaba por encima de todo, incluso de ella misma.
El tiempo seguía corriendo, los anónimos fueron desapareciendo paulatinamente. No se había producido el gran escándalo. La gente se ocupaba de otros chismes de barrios, o se habían acostumbrado al triángulo. Parecía que la calma había regresado. Estelita ya no lloraba tanto escondida por los rincones. Ahora tenía un novio que la hacía olvidarse de sus padres y sus problemas.
Un anoche, justo a las 3:30 de la madrugada, sonó el teléfono. Comenzó un nuevo infierno. Las llamadas anónimas se multiplicaban a cualquier hora del día o de la noche. Siempre era la misma voz y la misma pregunta acompañada de la misma risa sarcástica, irónica, insultante:
_ ¿Está su marido en su casa o está con su amante? ¿Le revisó los calzoncillos? ¡Cuídese, señora, que las enfermedades venéreas matan…. Jajajajajajajaja.
Cuando Sebastián estaba en su casa desconectaba el equipo. Si Estela lo mantenía conectado en su ausencia era su problema. Él no estaba dispuesto a escuchar aquella maldita grabación que lo sacaba de sus casillas. No le contó a Nancy lo que estaba sucediendo. Tampoco le había dicho lo de las cartas anónimas. Ese era su problema y no el de ella. No le gustaba el rumbo que habían tomado las cosas pero se había acostumbrado a postergar la gran decisión de su vida.
Las llamadas telefónicas se habían convertido en una obsesión para él. No quería escucharla de nuevo hasta que no descifrara en su cerebro el tono de aquella voz y de aquella risa que le parecían conocidas. ¿Quién se había prestado para semejante bajeza?
¿Nancy? ¿Alguna amiga o compañera de ella? ¿Alguien de la Academia? ¿La esposa de Demetrio?. Esa voz le era conocida, esa risa era inimitable ¿pero de quien se trataba? ¿su hermana, amiga entrañable de Estela? ….
Pasaban los días y él seguía observando con atención las voces y risas de todas las mujeres que de una forma u otra se encontraban cerca de él.
Un día, inesperadamente lo descubrió todo. Había llegado sin avisar. Por un olvido involuntario no le había comunicado su salida urgente para La Habana por cuestiones de trabajo. Estaría ausente por varios días. Partía en el último vuelo de esa noche y aún debía preparar el equipaje.
Cuando se acercó a la puerta de entrada se detuvo, escuchó la misma risa una y otra vez, las mismas preguntas: “ ¿Está su marido en su casa o en casa de su amante?...” Alguien manipulaba la grabadora. La cinta corría una y otra vez repitiendo lo mismo…
La ira lo llevó a empujar la puerta, la derrumbó con fuerzas rompiendo la cerradura y el marco que la sostenía…
Demetrio en calzoncillo, sentado en el sof'á, jugaba con la grabadora. Estela, sonriente, semi desnuda,cubierta solamente por una bata de dormir totalmente transparente, salía de la cocina con una tacita de café en cada mano.
Esperanza E Serrano.
Nueva Gerona, Isla de la Juventud,
abril 1993
Imágenes de la Isla
Este relato lo publiqué por primera vez en este blog con el titulo: Olvido involuntario.