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jueves, 21 de diciembre de 2017

¿Quien lo diría?



¿Quién lo diría?

Autora: Esperanza E Serrano
Corrían los meses del verano caribeño con sus estragos de lluvias, mosquitos, calor, humedad, aburrimiento…
Sebastián se paró detrás de la ventana. Miró a través del cristal la suave lluvia besando las calles. Le dijo a sus compañeros que necesitaba leer un buen libro. La humedad y el  bochorno  de la tarde no le dejaban  concentrarse en su nuevo  proyecto de investigaciones en la Academia de Ciencias de la localidad donde trabajaba desde hacía varios años. Un buen pretexto para acudir de nuevo a la vieja biblioteca.
Siempre encontraba una excusa para buscar en los viejos estantes de la Sala de Arte y Literatura de la Biblioteca Municipal el libro inexistente, sabía que en corto tiempo la joven bibliotecaria se acercaría a preguntarle si necesitaba ayuda. Pregunta cuya respuesta era siempre la misma.
-No, ese libro no lo tenemos pero te sugiero que leas a…
Por ahí comenzaba otra amena conversación sobre cualquier tema relacionado con la literatura local, nacional, universal, o bien podría ser un comentario sobre la última exposición de pintura o de historia en el museo. A veces bastaba una simple broma para comenzar a disertar sobre Freud y el Psicoanálisis, o sobre Ivan Petrovich  Pavlov y los reflejos condicionados. Los temas variaban, pero nunca perdían su encanto.
Las visitas de Sebastián a la biblioteca cada vez eran más frecuentes. Ya ni siquiera necesitaba dar una excusa para escaparse de la Academia a cualquier hora de la tarde. Al llegar las compañeras de Nancy lo saludaban y le indicaban donde podía encontrarla en ese momento. Bien sabían que no buscaba un libro en específico sino un pretexto para conversar con la joven.
Cada vez se sentía más atraído por los encantos de la muchacha que siempre lo recibía con su sonrisa  seductora mirándolo directamente a los ojos como diciéndole: “Te esperaba”. Cada encuentro le producía la misma sensación, una mezcla de alegría y de miedo.
Miedo por las consecuencias si su esposa Estela llegara a enterarse de sus fugas, de sus encuentros y prolongadas conversaciones con la joven bibliotecaria. Si su esposa llegara a saber o a sospechar  de cuánto le atraía aquella muchacha, seguramente le armaría un gran escándalo, además de involucrar a los hijos en la “bronca”.
 Nancy se le estaba convirtiendo  en una obsesión. Cada tarde sentía la imperiosa necesidad de verla. Le atraía su figura larguirucha, pálida, soñadora, su andar sensual, su dulce voz, su sonrisa, sus grandes ojos siempre brillantes, sus manos, su largo pelo rubio… Le atraía descomunalmente su elegancia, su exquisita educación y su capacidad para hablar o escuchar sobre cualquier tema de interés. Sabía que estaba jugando con fuego, pero estaba dispuesto a quemarse antes que renunciar a la compañía de la muchacha.
Demetrio, su amigo de toda la vida, le había advertido que actuara con discreción. Ya en muchos círculos de amigos, conocidos y compañeros de trabajo se comentaba con picardía sus visitas a la biblioteca y sus prolongados encuentros con Nancy. Se hablaba de un romance entre ellos y del gran escándalo que se armaría cuando Estela se enterara de su infidelidad.  Sería una bomba explosiva en el pueblo y su reputación como miembro de la Academia de Ciencias y como figura pública se afectaría grandemente.
Sólo Sebastián sabía de sus luchas internas por las tantas veces que se repitió  a sí mismo que no debía verla, no debía pensar en ella, debía alejarse antes de que fuera demasiado tarde. Sabía que estaba en juego  no sólo su prestigio de hombre serio, de padre y esposo ejemplar, sino su estabilidad matrimonial y sus relaciones con sus dos hijos, casi adultos pero aún adolescentes y dependientes de ellos. Estaba en juego todo lo relacionado con sus hijos, su familia, el hogar que él había fundado veintidós años atrás con Estela… Lo que dijera la gente no era lo que más le preocupaba. Le preocupaban sus hijos, Estela y la misma Nancy. No quería herir a nadie. Se sentía culpable, egoísta. Inconforme consigo mismo, pero a la vez incapaz de poner punto final a lo que ya se estaba convirtiendo en una necesidad vital para él.
Una fuerza desconocida, un llamado interno, sobrenatural, delicioso y la vez lacerante lo llevaban cada tarde a la biblioteca. Era un acto ya enfermizo, involuntario. Se comportaba como un adicto. Buscaba la compañía de la muchacha con la misma vehemencia con la que el alcohólico busca el primer trago de ron con el pretexto de  calmar  la sed, asegurando que sólo tomaría una pequeña cantidad a sabiendas  de que sería incapaz de cumplir  sus promesas al dejarse llevar por el placer de saborear un trago de licor,  para luego caer dominado por el vicio saboreando uno y otros muchos tragos más hasta perder el juicio.
Con el paso de los meses los temas fueron tomando un carácter más personal, más íntimo. Comenzaron las anécdotas sobre los pasajes de sus vidas cuando eran niños, adolescentes, sobre el seno familiar en el que habían crecido, sus experiencias estudiantiles… Comenzaron a encontrar coincidencias en gustos musicales a pesar de los quince  años de diferencias entre ellos, ambos preferían la música clásica, joyas musicales de todos los tiempos, las baladas  románticas, la música ligera… Les gustaban los mismos autores, las mismas obras literarias. Coincidían en sus posiciones políticas, en sus conceptos morales, en la forma de ver la vida como un gran regalo de Dios que hay que disfrutar y enfrentar con coraje. Cada encuentro propiciaba nuevas confidencias. Alguna que otra vez unas lágrimas se escapaban de los ojos de la muchacha. Él la escuchaba con atención cuando ella le hablaba de su infancia de niña triste abandonada por sus padres, mimada por sus abuelos y mortificada por sus hermanos y primos  celosos.
 Le hablaba de sus fracasos amorosos, de sus desajustes con el medio, de sus desequilibrios emocionales, de cuánto disfrutaba refugiarse en la literatura para olvidarse del gran dolor que llevaba por dentro… Le habló de su pequeño hijo, y de su gran tragedia como viuda y madre soltera. Su hijo  no conoció a su padre, era un bebé  cuando éste murió en el  Estrecho de la Florida  a los tres días de haber salido de Cuba en una balsa tratando de llegar a Estados Unidos, tierra de libertad, de promesas, de posibilidades, pero también tierra de refugio, de penas, de sacrificios y de muchos riesgos.
Su esposo, Ángel, tenía  la ilusión de una mejor vida en aquel país, estaba convencido que era la única forma de asegurar un mejor futuro para el niño, para ellos y para la familia. En Cuba todo estaba perdido. Él no tenía esperanzas de que las cosas mejoraran algún día. La historia le daba la razón. En siete años las cosas estaban peor que cuando él se fue Le habló de sus sueños y de sus luchas en contra del gobierno y todo el daño que todo eso le había ocasionado indirectamente a ella y al niño. Le contó cuánto lo amó y cuánto sufría por su pérdida. Le confesó sus miedos, sus angustias, le habló de su soledad, de su tristeza y de sus ruegos a Dios para que la ayudara a criar a su hijo lo mejor posible. El niño era la razón de su vida, su ancla y su desvelo.
Le confesó su angustia por vivir en la Isla lejos de la familia, sin amigos verdaderos.  Ocupaba su tiempo en el cuidado del niño, en el trabajo y en la lucha diaria por la sobrevivencia o más bien por la pervivencia. Le contó de sus insomnios y de sus largas noches leyendo o escribiendo para olvidarse de todo.
Él nunca había imaginado  cuántos sufrimientos escondían aquellos ojos negros que lo miraban con dulzura y aquellos labios que le sonreían cada vez que él llegaba. La historia de Nancy lo conmovía infinitamente, quería protegerla, ayudarla, mimarla, apoyarla. Quería convertirse en su principal aliado, en su más seguro refugio. Sabía que cada día la amaba más y más aunque no tuviera el valor de decírselo.
Una tarde estaban solos en el gran salón de lectura de la biblioteca. Ella le mostró el último cuento de aventuras  que había escrito para su hijo. Él lo leyó con atención y lo encontró fabuloso. Le recomendó que lo enviara al próximo concurso nacional de literatura infantil. Ella le respondió que no perdería su tiempo en eso, sabía que nunca le publicarían ni una línea, y mucho menos le otorgarían un premio. Prefería conservarlo para su hijo, para que al menos tuviera un buen recuerdo de su infancia.
No tuvo valor de contradecirla y mucho menos el valor para evitar abrazarla. La estrechó en sus brazos y la besó. Ella quedó totalmente confundida. Se sonrojó y no supo qué hacer. Él le pidió que lo perdonara, que entendiera lo que le estaba sucediendo. Se había enamorado de ella y no podía evitarlo.
Comenzó a regalarle flores, le enviaba tarjetas con mensajes amorosos y le pidió que le permitiera ser parte de su vida, no como amante sino como amigo, como alguien que la amaba incondicionalmente sin esperar ser correspondido. Le prometió respetarla por encima de todo.
Los encuentros en la biblioteca disminuyeron. Ella trataba de evitarlo cuando lo veía llegar. Temía que sus compañeras notaran el breve temblor que la sacudía cuando él se le acercaba. Temía que todo aquello se convirtiera en un gran escándalo, otro problema más en su vida.
El comenzó a visitarla los fines de semana en horarios diurnos. Le ayudaba a podar el jardín de su modesta casita en las afueras de Nueva Gerona. Poco a poco se fue encargando de los arreglos de puertas y ventanas, de tuberías tupidas, de fachadas descoloridas a las que les dio vida con nuevos colores de pinturas caseras inventadas por él mismo.
El niño se acostumbró a su presencia dominguera. Le llamaba por su nombre aunque  en más de una ocasión quiso decirle tío o papá. Cuando se acabaron las reparaciones y los almuerzos compartidos se hicieron más comunes, volvieron las tertulias y otra vez hubo tiempo para la literatura y también para jugar con el niño e incluso para llevárselo a pescar al río Las Casas, o para llevarlos a la hermosa playa de Punta del Este donde algunas fines de semana debía ir por sus investigaciones sobre el medio ambiente. Allí la Academia de Ciencias tenía un albergue donde se podían quedar a pernoctar la noche del sábado.
Los vecinos de Nancy se acostumbraron a verlo. Las ventanas y puertas de la casita de Nancy nunca se cerraron cuando él llegaba, no había motivos para sospechar de adulterio, ni de la seriedad y compostura de la joven a la que no le conocían ninguna aventura amorosa desde que se mudó para el barrio. Algunas vecinas más voluptuosas sospechaban que algo no andaba bien con la joven bibliotecaria. O era lesbiana o tenía algún problema. Ese “viejo” cuarentón que la visitaba tenía cara de todo menos de galán.
Estela por su parte se acostumbró a las salidas domingueras de su marido. Hasta sintió alivio por no tener que preocuparse por el almuerzo. Podía dormir ampliamente las mañanas, sus hijos estaban creciditos y cada cual podía prepararse su desayuno, o calentar la comida que había quedado de la noche anterior. También se acostumbró a su falta de deseo sexual. Ya ni siquiera recordaba la última vez que él la besó. Su mirada siempre estaba ausente. Cuando le hablaba le respondía con monosílabos. Todo lo que ella hacía  le parecía bien. Nada le exigía ni nada compartía. Con frecuencia Estela le comentaba a sus hijos,  a sus amistades y a su familia que desde que su esposo se metió a escritor, la literatura lo mantenía en otro mundo. Los premios que él había ganado  en diferentes concursos con sus cuentos y noveletas bastaban para entenderlo y dejarlo vivir su “mundo”, cuando salía o cuando pasaba noches enteras tecleando en su vieja Remington.
Fueron pasando los meses, más de un  año, y el matrimonio ya no tenía ni temas de conversación excepto las relacionadas con la vida cotidiana o con los hijos. A penas salían juntos. No iban al cine, ni al teatro, ni a la playa ni a visitar a los amigos o a la familia.
Una mañana de marzo sonó el primer campanazo de lo que vendría después. Estela había encontrado una carta que alguien había colado por debajo de la puerta la noche anterior. Se trataba de una carta escrita por un anónimo en la que le contaba de las visitas domingueras de su marido a la casa de una mujer joven, viuda, madre soltera trabajadora de la biblioteca…
A partir de ese día no hubo paz para nadie. Por todas partes se difundió la noticia. Hubo días de tres o cuatro papeles colados por debajo de la puerta. Al parecer aquellas cartas eran escritas por varias personas que no se atrevían a poner sus nombres pero sí eran capaces de contarle a la esposa ultrajada los detalles de las tardes de Sebastián  fuera de la Academia, metido en la biblioteca escondido en un rincón hablando y riéndose con la muchacha larguirucha, la zorra con carita de ángel que le estaba robando el marido. Otros papeles menos cuidadosos le relataban los pormenores de las visitas a la casita de las afueras donde vivía la “zorra”, de las pesquerías con el niño y hasta de las caminatas por las playas, en la que los tres  aparecían como  una familia feliz, disfrutando del verano y de las maravillas naturales caribeñas.
Poco a poco se fue desmoronando el hogar. Estela ya no era la misma. Siempre estaba de mal humor y no era solo por los síntomas propios de la menopausia. Los hijos comenzaron a preocuparse. Estelita, más que su hermano Sebastián, temía lo peor: el divorcio de los padres. Ella no quería ser una más en la lista de los jóvenes con   “familias” rotas por la infidelidad de uno de los padres. La jovencita lloraba a escondidas. Fueron meses de mucha angustia, de altas tensiones en el hogar, tirones de puertas, insultos y dormideras en el sofá de la sala.
Sebastián sufría más que nadie su propia situación atrapado en sus indecisiones, sus miedos y sus sentimientos contradictorios. Nancy no era su amante pero la amaba con un amor desmedido, extraterrenal. Por verla sonreír  era capaz de cualquier cosa. Pero estaba Estela, su esposa, su compañera de tantos años, la madre de sus hijos. Mujer buena, intachable, que había estado con él en las buenas y en las malas, apoyándolo en todo, incluso en eso de dedicarse horas y horas a escribir. No podía fallarle a aquella buena mujer que ya no amaba con la pasión amorosa de antes, ya no la deseaba como mujer, pero le tenía un gran afecto. Se había acostumbrado a vivir con ella, a sus atenciones y cuidados hogareños. Por mucho que pensara no encontraba una excusa fuerte para abandonarla. El malo era él no ella, ni Nancy.
Sebastián deseaba mantener ambas relaciones. Con Nancy se nutría de fuerzas, de ilusiones y de motivos para escribir, era  su musa, su inspiración. Nancy había irrumpido en su vida llenándolo de alegrías, rejuveneciendo sus deseos y sus fantasías  sexuales. Era tan linda, tan joven, tan angelical, tan suave, tan dulce, tan irresistible que no podía alejarse de ella.
Su vida había dado un vuelco de 180 grados desde las tardes en la biblioteca. Los domingo en casa de Nancy, los paseos por la playa, el tiempo compartido con el niño huérfano que lo admiraba y lo buscaba para contarle sus travesuras, o pedirle que le hablara de su trabajo en la Academia o de sus premios literarios. Sentía más empatía con Ángel Andrés que con su propio  hijo. Ángel Andrés, con sus ocho años recién cumplidos, tenía más inquietudes intelectuales que su hijo Sebastián que ya andaba cerca de los  veinte y todavía no sabía qué quería hacer con su vida.
Renunciar o alejarse de Nancy era también perder el encanto de las noches de tertulia en casa de Demetrio,  animadas y conducidas  por la joven bibliotecaria. Era perderse las lecturas de poemas, de cuentos, o de relatos cortos; era perderse los debates en torno a las obras presentadas, o sobre las nuevas y viejas corrientes literarias; era como perder el contacto con otras personas cercanas que compartían sus mismas inquietudes.
Nancy era la ilusión, la esperanza, lo idílico, lo deseado, lo prohibido, lo soñado, lo que un día seria completamente suyo por ley de vida. El brillo en sus ojos y la manera de ella mirarlo le habían revelado lo que él significaba para ella. Sabía que ella le correspondía de la misma manera, sospechaba de sus luchas internas. Entre ellos dos había surgido, crecido y madurado un sentimiento de pertenencia, eran el uno para el otro más allá de las circunstancias. Sabía que en cualquier momento la pasión contenida por tanto tiempo se impondría por encima de prejuicios y perjuicios. La gran pregunta que le atormentaba era,  llegado ese momento  de la entrega total, ¿Qué pasaría?
 Los anónimos se adelantaron a los acontecimientos. Estela con sus cuarenta y cinco años, sus canas, su cuerpo más que explorado por él, su mirada sin brillo, su apatía, su mal humor, lo llenaban de pena. ¿Cómo decirle que ya no la amaba como antes? ¿Cómo separase de ella sin hacerle daño? ¿Cómo explicarles a los hijos lo que estaba sucediendo? ¿Cómo enfrentar un divorcio y sus consecuencias con sus consabidos cambios de vida, de rutinas, de costumbres, de relaciones familiares?
Es normal que todo cambio en nuestras vidas nos llene de terror, pero un divorcio puede ser tan desastroso como la pérdida de un ser querido por muerte brusca o esperada. Sebastián estaba consciente que cualquier decisión que tomara traería sus lamentables consecuencias.
Le resultaba muy difícil concentrarse en su trabajo en la Academia. Ya apenas escribía. Nancy en más de una ocasión le había preguntado si estaba enfermo. Sus ojeras y su falta de apetito lo denunciaban. Se sentía culpable y a la vez incapaz de hablar claramente con alguna de las dos.
Sabía que había llegado la hora de las definiciones. Era hora de romper el desequilibrio, era el momento impostergable para el cambio. Por momentos continuaba con las ensoñaciones. Con la solución idílica de mantener las apariencias en su hogar, continuar al lado de su esposa y sus hijos y a la vez mantener o hasta incrementar sus encuentros con Nancy. Poseerla, amarla, hacerla feliz… Pero ¿cómo podría la muchacha ser feliz si la sociedad la condenaría por ser la amante, concubina de un hombre casado? Se sentía egoísta,  culpable y en deuda con las dos mujeres. 
Nancy lo observaba. Se imaginaba la gran tragedia interna que estaba sufriendo pero no se atrevía hablarle directamente  de ese tema. Trataba de distraerlo, de transmitirle confianza en sí mismo. Con mimos y atenciones le demostraba que confiaba en él y que no debía preocuparse por ella. Todo estaba bien entre ellos. Ella no le exigía nada, se conformaba con todo lo que él le podía dar en ese momento, le agradecía sus atenciones y el tiempo y actividades compartidas en su casa, en las tertulias, en la playa en las orillas del río. Le agradecía infinitamente sus atenciones y tiempo dedicado a Ángel Andrés. La palabra Estela y lo que ella representaba entre ellos era un tabú que Nancy no pensaba romper en ningún momento. Su amor por Sebastián estaba por encima de todo, incluso de ella misma.
El tiempo seguía corriendo, los anónimos fueron desapareciendo paulatinamente. No se había producido el gran escándalo. La gente se ocupaba de otros chismes de barrios, o se habían acostumbrado al triángulo. Parecía que la calma había regresado. Estelita ya no lloraba tanto escondida por los rincones. Ahora tenía un novio que la hacía olvidarse de sus padres y sus problemas.
Un anoche, justo a las 3:30  de la madrugada, sonó el teléfono. Comenzó un nuevo infierno. Las llamadas anónimas se  multiplicaban a cualquier hora del día o de la noche. Siempre era la misma voz y la misma pregunta acompañada de la misma risa sarcástica, irónica, insultante:
_ ¿Está su marido en  su casa o está con su amante? ¿Le revisó los calzoncillos? ¡Cuídese, señora, que las enfermedades venéreas matan…. Jajajajajajajaja. 

Cuando Sebastián estaba en su casa desconectaba el equipo. Si Estela lo mantenía conectado en su ausencia era su problema. Él no estaba dispuesto a escuchar aquella maldita grabación que lo sacaba de sus casillas. No le contó a Nancy lo que estaba sucediendo. Tampoco le había dicho lo de las cartas anónimas. Ese era su problema y no el de ella. No le gustaba el rumbo que habían tomado las cosas pero se había acostumbrado a postergar la gran decisión de su vida.
Las llamadas telefónicas se habían convertido en una obsesión para él. No quería escucharla de nuevo hasta que no descifrara en su cerebro el tono de aquella voz y de aquella risa que le parecían conocidas. ¿Quién se había prestado para semejante bajeza?
¿Nancy? ¿Alguna amiga o compañera de ella? ¿Alguien de la Academia? ¿La esposa de Demetrio?. Esa voz le era conocida, esa risa era inimitable ¿pero de quien se trataba? ¿su hermana, amiga entrañable de Estela? ….
Pasaban los días y él seguía observando con atención las voces y risas de todas las mujeres que de una forma u otra se encontraban cerca de él.
Un día, inesperadamente lo descubrió todo. Había llegado sin avisar. Por un olvido involuntario no le había comunicado su salida urgente para La Habana por cuestiones de trabajo. Estaría ausente por varios días. Partía en el último vuelo de esa noche y aún debía preparar el equipaje.
Cuando se acercó  a la puerta de entrada se detuvo, escuchó la misma risa una y otra vez, las mismas preguntas: “ ¿Está su marido en su casa o en casa de su amante?...” Alguien manipulaba la grabadora. La cinta corría una y otra vez repitiendo lo mismo…
La ira lo llevó a empujar la puerta, la derrumbó con fuerzas rompiendo la cerradura y el marco que la sostenía…
Demetrio en calzoncillo, sentado en el sof'á,  jugaba con la grabadora. Estela, sonriente,  semi desnuda,cubierta solamente por una bata de dormir totalmente transparente, salía de la cocina con una tacita de café en cada mano.
Esperanza E Serrano.
Nueva Gerona, Isla de la Juventud,
abril 1993

 Imágenes de la Isla




Este relato lo publiqué por primera vez en este blog con el titulo: Olvido involuntario.

sábado, 21 de junio de 2014

domingo, 30 de octubre de 2011

Sueños de Navidad

Aquella mañana Laura salió más temprano que de costumbre. Miró el reloj: eran las cuatro de la madrugada. A pesar de los ejercicios de calentamiento y del baño, todavía tenía sueño.

Afuera todo estaba en calma. Reinaba la oscuridad de las madrugadas invernales, solo en los portales de algunas casas unas pequeñas bombillas desafiaban la noche. La luna estaba escondida, quizás detrás de una nube o perdida detrás de alguna montaña.

El aire frío de la madrugada la obligó a regresar a la casa. Diciembre recién comenzaba y ya la temperatura en la isla se sentía fresca. La muchacha sintió que debía abrigarse un poco o de lo contrario podría resfriarse. Al parecer el invierno llegaba temprano este año. Sacó el abrigo del closet. Lo miró con cariño. Estaba un poco gastado por las tantas lavadas, pero todavía se podía usar. Se sintió feliz. Pocas de sus amigas podían contar con un abrigo como aquel: “viejo, pero útil” Todavía servía para enfrentar los escasos frentes fríos del invierno cubano.

Salió nuevamente decidida a “luchar el pan del día a día y algo más”. La muchacha caminaba con pasos firmes, sin preocupaciones ni miedos a pesar de la hora. En el vecindario todos la conocían. No había nada que temer. Llevaba meses haciendo lo mismo. Ya estaba acostumbrada a salir por las madrugadas a buscar la mercancía que luego repartiría entre sus confiables clientes.

Manuel le garantizaba los cartones de huevos cada vez que llegaban a la carnicería. Era un negocio redondo para ambos, se repartían las ganancias a la mitad. El separaba los huevos y ella se encargaba de recogerlos y venderlos a precio de mercado negro a su gente de confianza, clientes fijos que le pagaban muy bien, sin regateos, desde hacía más de dos años.

Después del paso de  los huracanes todo se había complicado por la escasez de los alimentos y por la consiguiente falta del suministro de los mismos a las bodegas. Los riesgos eran mayores porque la persecución policíaca a los vendedores y compradores clandestinos, había aumentado considerablemente en lso últimos meses. Al que cogieran "in fraganti, nadie le quitaba de arriba unos cuantos años de cárcel. A Laura no le gustaba pensar en los riesgos. “Los malos pensamientos hacen daño”, se decía para contrarrestar cualquier intento de “flojera” Una y otra vez se repetía a sí misma que sí valía la pena arriesgarse para conseguir los dólares que necesitaba para cubrir los gastos más elementales de su familia. Su salario de maestra no le alcanzaba para nada.

Mientras caminaba se auto estimulaba calculando las posibles ganancias: la docena de huevos en el mercado negro estaba a $4.00, si lograba sacar todos los que Manuel le había separado, podría darse el lujo de celebrar las navidades con sus padres y sus dos pequeños. Quizás hasta le alcanzaría para comprarle un pequeño juguete a cada uno de sus hijos.

Laura pensaba en su hijita de cinco años que nunca había tenido ni siquiera un osito de peluche de verdad, ni un solo juguete de fábrica... y el niño, con sus tres añitos, sólo conocía los juguetes de palo que su tío Ramón le regalaba.

Con nostalgia recordaba su infancia. Antes, (tres décadas atrás), por los menos una vez al año vendían juguetes por la libreta para los niños menores de doce años. Aunque ella nunca conoció de Los Reyes Magos ni de Santa , al menos tuvo una muñeca china y dos Loretas cubanas que su mamá le consiguió después de varios días de colas. Una muñeca por cada año que tuvieron la suerte de estar entre los primeros grupos de compra con la letra A.

"Total, _pensó _ tanto que las cuidé y terminé regalándoselas a mi sobrinita sin pensar que un día tendría una hija. Si lo hubiera pensado bien, mi hija hoy tuviera con que jugar. Ella no tiene una tía, ni nadie, que le regale sus muñecas usadas."

Cuando dobló la esquina vio dentro de la shopping un arbolito de navidad. Pocas veces en su vida había visto uno así, tan grande y tan brillante. Le pareció muy lindo, con sus luces de colores intermitentes, sus bolas de cristal, su estrella de colores allá en la punta, casi tocando el techo. Se detuvo a contemplarlo fascinada. No sabía por qué los arbolitos de navidad le hacían pensar en cosas prohibidas: en los turrones de Jijona y el mazapán que su madre siempre mencionaba cuando llegaba esta época del año. También le venía la imagen del puerco asado en púa que solo había visto en fotos de familia, de cuando se celebraban las navidades en Cuba.

_ "Este año si que será difícil que alguien pueda asar un puerco entero, como están las cosas, cuando más, si se consigue, habrá que conformarse con un pollo para todos", pensó.

Este pensamiento la hizo volver a la realidad. Tenía que apurarse todavía debía caminar un par de cuadras más para llegar a donde Manuel la estaba esperando con los huevos, ya estaba casi amaneciendo y no le convenía que la vieran con el maletín. Los curiosos le preguntarían si se iba de viaje o si regresaba de alguna visita.

Se alejó de la vidriera con el firme propósito de traer a los niños por la noche para que vieran el arbolito. A lo mejor hasta les inventaba alguno para que aprendieran a celebrar la navidad y no le pasara como a ella, que creció sin arbolitos y sin canciones navideñas.

Laura caminaba de prisa sin dejar de pensar ..."Las vueltas que da la vida,_ se decía_ tuve hasta más de tres juguetes al año, y un televisor ruso en blanco y negro con Elpidio Valdés y el payaso Ferdinando que daba más deseos de llorar que de reir pero no tuve arbolito, ni navidades, ni reuniones familiares con un puerco asado en púa, ni turrones de Alicante y menos de Jijona..."

Sus hijos nacieron en una época en que ya no le venden ni tres juguetes al año a cada niño por la libreta. Solo por dólares se consiguen en la shopping y están carísimos.

Nuevamente pensó en su salario de maestra. No le alcanzaba ni para empezar, mucho menos para gastos extras por las navidades aunque fuera una vez al año. Si quería darle de comer a sus hijos y a sus padres, no le quedaba otra alternativa que seguir traficando con las cosas robadas que le traían sus amigos y compañeros de estudios y de trabajo. Sumando las pensiones de retiro de sus padres, y su salario, solo disponían para todos los gastos de un total de 870 pesos cubanos, no llegaban a $35.00 al mes. El dólar no se bajaba de los 25 pesos y para colmo con esa moneda nacional no se conseguía nada. Con eso no hay quien viva, sobre todo cuando hay niños pequeños.

Pensó en Andrés, el padre de sus hijos. No pudo evitar que las lágrimas se le escaparan. Quiso ser fuerte, respiró profundo… De un manotazo se limpió el rostro, tratando de olvidarlo todo, pero los recuerdos no se arrancan así como así, por más que intentemos caerle a puñetazos. Ahí estaban otra vez, lacerando..Hacía tres años que su esposo se había lanzado al mar en una balsa con la idea de reclamarlos. Nunca más se supo de él…

Apuró el paso. Otra vez logró cambiar el rumbo de su pensamiento gracias a sus cálculos matemáticos, y a las disyuntivas a las que tendría que enfrentarse una vez que tuviera el dinero.

"Para celebrar estas fechas navideñas hay que inventar de verdad. Los turrones cuestan muy caros. Tendré que escoger entre un turrón o un pedazo de puerco...Deja ver cómo me sale el negocio de los huevos... A lo mejor Tico me puede traer las cajas de tabaco Cohiba que le encargué para vendérselas al tío de María que vino de Estados Unidos y quiere llevarse tabacos cubanos de calidad.. Todo depende de que la suerte me acompañe…”

Después de caminar por más de cuarenta minutos, al fin llegó hasta el patio del viejo almacén, el cual se comunicaba con las ruinas de lo que antaño fue el teatro municipal, y que ahora era el punto preferido de los traficantes para recoger las mercancías que luego venderían a escondidas a sus clientes.

Se tropezó con Fulgencio que salía apurado con una jaba llena de sobres de café. Se saludaron con una sonrisa y un guiño cómplice, sin detenerse. La muchacha pudo distinguir en la penumbra la silueta de Manuel con el maletín.

Apresuró el paso hasta llegar a él. Lo saludó con la sonrisa de siempre. El le reclamó que llevaba horas esperando por ella, que se estaba arriesgando para ayudarla, que la cosa estaba muy delicada que tuviera cuidado al salir, y que acabara de cumplir lo que le había prometido. Volvió otra vez con la cantaleta de siempre y con las mismas mañas de toquetearla un poco, le dijo que tenía deseos de estar con ella, que se acabara de decidir, que la esperaría por la noche en uno de los cuartos que su amiga Luisa alquilaba para esos menesteres en su propia casa. Para recordar los viejos tiempos. Solo que esta vez, si le fallaba, se acabarían los huevos, los pollos y la carne que le conseguía.

La muchacha agarró el maletín, le pasó la mano por la cara y le dio un ligero beso en los labios. Lo miró zalamera mientras le decía:

_ "Lo que tú quieras, papito. Si le puedo dejar los niños a mi mamá, allí estaré a las nueve. No te olvides de llevar música y una botella de Habana Club. Piensa en lo que le inventarás a tu mujer porque esta vez quiero pasar la noche entera contigo. Si es por un ratico nada más, y apurado, no hay trato. Tú sabes que yo, cuando me embullo, me gusta a lo grande, y no de corre corre."

Siguió mirándolo coqueta y picarona, por un par de minutos mientras él se volvía todo nervios y balbuceos. Le dio otro beso de despedida mientras le acariciaba el pecho con zalamería femenina.

Por experiencia Laura sabía que Manuel no iría a casa de Luisa. Juana, su mujer, era demasiado celosa o lo conocía muy bien y no le permitía dormir fuera del hogar. Estaba más que segura que las cosas no pasarían de ser, si acaso, un deseo reprimido de parte de él.Quien sabe si el decía esas cosas por pura costumbre machista, típica del cubano que piensa que debe enamorar a cuanta mujer se le para delante y más en un caso como el de ellos que mantuvieron una relación  amorosa por años, cuando ambos no tenían hijos y estaban solteros

Afuera la luz del alba se iba adueñando de todo. Laura salió precipitada de las ruinas del teatro, cruzó la calle y dobló en dirección contraria a su casa. A última hora había decidido repartir primero la mercancía, aunque tuviera que faltar al trabajo. Recorrió los puntos entregando los encargos apresuradamente.

Intencionalmente dejó para el final a la Dra. Rosa María. La gente la vería salir de su consultorio. Eso podía ayudarla en caso de que alguien dudara de su "enfermedad". Con la Dra. no había problemas. Si le dejaba los huevos en $3.95 la docena, seguro que le daba un papel de justificación para presentarlo en la escuela. Por un momento pensó mejor pedirle un certificado de reposo por una semana aunque tuviera que rebajarle cincuenta centavos a cada docena de huevos. Pero no. Imposible..Esta vez tenía que conformarse con la justificación del día. No podía darse el lujo de perder ni un centavo más en el negocio.

Pensó en sus alumnos. Otro día más que pasarían con la auxiliar de limpieza, sin recibir clases y haciendo cualquier cosa. A lo mejor tenían suerte y los llevaban para el museo o para el parque a jugar. "Allá la escuela que se las arregle como pueda". Luego continuó con su soliloquio:

"Si pagaran mejor yo no anduviera en estos rollos. Estaría todavía en mi cama acurrucada, sin este frío que me cala los huesos, sin estos huevos que me traen sofocada y sin esta angustia de no tener ni un quilo para celebrar la navidad aunque sea una vez en la vida, como se hacía antes, para que nadie me cuente, y para que mis hijos vivan la ilusión de que existen tres Reyes Magos que una vez al año recorren las calles del pueblo, entran en las casas con sus sacos llenos de juguetes para dejarles regalos a los niños buenos".

Mientras caminaba con la mente ocupada en las navidades y en los Reyes Magos se olvidaba de todo...  Como de costumbre, tocó en la puerta del consultorio para dejar los últimos cartones...Sólo que esta vez llegó en un momento totalmente inoportuno.

Adentro, dos policías hacían un registro. Alguien le había informado a la jefatura de la unidad que en el refrigerador del consultorio la Dra. tenía pomos de puré de tomate hecho en casa para venderlos a sus pacientes y clientes del mercado negro.

Esperanza E. Serrano
Dic. 2008
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Nota:
 Este relato lo escribí basado en un hecho real ocurrido en Nueva Gerona, Isla de la Juventud, una mañana de diciembre del 2008. Todo lo que cuento sucedió de esa manera. Sólo he cambiado los nombres  de la protagonista y de la doctora, asi como el punto donde recogen las mercancía los que se dedican a las labores del mercado negro en la isla, por razones obvias.
Esta es la tercera vez que lo publico. La primera fue  en un blog amigo.
http://mambienacción.blogspot.com/