Los cubanos esperan la otra revolución: comer de su salario
La cabeza de un cerdo señala una carnicería a las afueras de La Habana, Cuba. AP
por:
Los bedeles que abren y cierran las puertas del
hotel Saratoga llevan en la solapa un pin con las banderas de Cuba y de
Estados Unidos. El Saratoga, campo de farra de Hemingway cuando La
Habana lucía su esplendor colonial, se ubica en la desembocadura del
Prado hacia el Capitolio y el parque de la Fraternidad; y compone junto a
los sesenteros Playmouth, Dodge y Ford de colores vivos una lámina
urbana de Roy Lichtenstein. Las banderas que lucen muy discretamente en
el Saratoga, participado mayoritariamente por el Gobierno a través de
Habaguanex pero con participación privada –la apertura blanda de Raúl
Castro–, son una excepción en estos días escépticos de acercamiento
estadounidense.
En la Cuba que visitó el viernes Kerry siguen existiendo las cartillas de racionamiento –«libretas de abastecimiento»–, con frijoles, arroz y «leche dieta». El resto de productos escasea y tienen precio europeo. Una caja de «puré de tomate» que usan habitualmente los cubanos para cocinar cuesta 1,5 pesos convertibles. El euro y el peso convertible tienen actualmente un valor parejo. Un profesor cubano gana entre 30 y 40 pesos convertibles. Algo más del salario medio de la Cuba de la revolución.
Cuba es una república fallida tras más de 50 años de comunismo, harta de escasez y de penuria. De ahí el mohín escéptico de los cubanos cuando se les pregunta por la reapertura de las embajadas y el acercamiento estadounidense. La mayoría ni siquiera ha conocido la prosperidad. Cuba pone tres condiciones sobre la mesa: el cese del bloqueo, la devolución del territorio de Guantánamo y el respeto total a la soberanía del país. Los cubanos, en la calle, sólo tienen una aspiración: comer con su salario.
La situación crítica de Cuba vino tras la caída de la Unión Soviética. El denominado Periodo Especial de los primeros años de los noventa, sin la ayuda de la URSS, fue devastador. Las «frazadas de piso» –bayetas para limpiar– se aliñaban con limón y ajo y la picaresca cubana las convertía en cualquier cosa comestible. El cubano se ha acostumbrado a inventar, y llama «inventar» a buscarse el extra para sobrevivir. Una vía que ha potenciado Raúl Castro tras suceder en la presidencia a su hermano Fidel es el alquiler de habitaciones privadas a turistas. Hasta hace poco era ilegal. Ahora la legalización entraña una importante vía de ingresos para el Estado. Por cada habitación cobra la hacienda cubana una media de 70 euros mensuales más el diez por ciento de todos los ingresos anuales. El doble del salario medio de los trabajadores del Estado, que son casi todos. «Éste es el comunismo», comenta una profesora, dueña de una casa colonial en una ciudad turística de Cuba, la única propiedad que conservó tras la reforma agraria que se puso en marcha en los primeros años tras la revolución del 59. En el salón de su casa hay una foto sepia de la finca que ahora explota el Estado. El régimen es una versión actualizada del «one for you, nineteen for me» de los Beatles: el 90% de la cosecha para el Gobierno y el 10% para el agricultor.
El cubano «inventa». Todos inventan para llegar a fin de mes. Aunque esta invención también ha creado un régimen corrupto. Conductores de autobús pagados por el Estado paran en pueblos y cargan carne, galletas y langosta. Parte se quedan para su consumo; parte la revenden en el mercado negro, la «bolsa negra» a la que recurren los hosteleros cuando aprieta la carestía. Los médicos se ganan el extra con «la palanca», que es el regalo que no se pide, pero que todo cubano conoce. «Si vas a hacerte una radiografía, lo normal es que las placas estén estropeadas. Pero casualmente el día que llevas la palanca las placas se arreglan y la máquina funciona». El comentario lo desliza un cubano que habla en voz baja y prefiere guardar su anonimato porque en «Cuba –dice– tenemos un régimen como vosotros teníais con Franco. La gente quería la revolución, pero no el comunismo».
Inventar para los camareros de hoteles y bares del Estado es la propina. Y para los que trabajan en las «galeras» de despalillado y torcido de las fábricas de tabaco son los puros que pueden sacar al mercado negro, cuando el guardia de la puerta hace la vista gorda, que también se gana la vida «inventando» de esta manera. El trabajador de una fábrica de tabaco gana 30-40 pesos convertibles. Va componiendo la tripa, la capa y el capote de los habanos en turno de mañana y tarde. Por la mañana, la lectora de la fábrica los instruye con el diario oficial, «Granma». Por la tarde, lee novelas mientras la mayoría se evade escuchando música. De estas novelas proviene el nombre de algunas famosas marcas de puros: Montecristo o Romeo y Julieta. Fidel Castro prefería los Cohiba Lanceros. Un puro Cohiba Lancero, sólo uno, cuesta en la Casa del Habano 15,9 pesos convertibles. Más de 15 euros. La mitad del salario mensual de un despalillador. «El sueldo es algo simbólico –dice uno de estos trabajadores–. Nos pagan para que no digamos que somos esclavos».
Hay en Cuba muchos críticos que hablan en voz baja, pero también revolucionarios acérrimos, como el guardián de la estación de radio de Trinidad, desde donde se divisa Tope de Collante y todo el Valle de los Ingenios. Frente a una escultura de José Martí, en la entrada a la estación, dice que «Fidel y Martí han sido las dos mayores figuras de Cuba». La revolución le ha dado un sueldo que dice es de 15 CUC (15 euros) al mes y unas vistas panorámicas con las que realmente se gana la vida. Como todo cubano, inventa. Recibe a los turistas con un zumo de mango, frutabomba o una botella de agua. Recita de memoria los metros de los cerros que se recortan al fondo y la producción azucarera de los antiguos ingenios. Pide la voluntad.
«Para que de verdad entiendas esto, tendríamos que comprar unas cuantas botellas de Havana Club y bebérnoslas durante varios días en el Malecón», dice entre risas el trabajador de una «casa de renta» de La Habana. Quien habla fue revolucionario convencido y sufrió por la revolución. Perdió en el atentado de Barbados a su primera novia, que viajaba en el vuelo 455 al que adosaron un par de bombas unos terroristas. Después de tantos años, no cree que el sufrimiento haya merecido del todo la pena. «Me enseñaron a leer, estudié, me enseñaron a pensar y para qué, si al final soy un sirviente». Recita de memoria versos de José Martí. «Iba un niño travieso/cazando mariposas;/las cazaba el bribón, les daba un beso,/ y después las soltaba entre las rosas». Es el poema «Dos Milagros» de la «Edad de Oro», catecismo escolar de los cubanos. En la «Edad de Oro» escribe Martí que «un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado». El régimen de los Castro idolatra el pensamiento martiano pero la opresión, después de medio siglo de comunismo, se impone a la libertad. «Esto es el comunismo, chico».
En la Cuba que visitó el viernes Kerry siguen existiendo las cartillas de racionamiento –«libretas de abastecimiento»–, con frijoles, arroz y «leche dieta». El resto de productos escasea y tienen precio europeo. Una caja de «puré de tomate» que usan habitualmente los cubanos para cocinar cuesta 1,5 pesos convertibles. El euro y el peso convertible tienen actualmente un valor parejo. Un profesor cubano gana entre 30 y 40 pesos convertibles. Algo más del salario medio de la Cuba de la revolución.
Cuba es una república fallida tras más de 50 años de comunismo, harta de escasez y de penuria. De ahí el mohín escéptico de los cubanos cuando se les pregunta por la reapertura de las embajadas y el acercamiento estadounidense. La mayoría ni siquiera ha conocido la prosperidad. Cuba pone tres condiciones sobre la mesa: el cese del bloqueo, la devolución del territorio de Guantánamo y el respeto total a la soberanía del país. Los cubanos, en la calle, sólo tienen una aspiración: comer con su salario.
La situación crítica de Cuba vino tras la caída de la Unión Soviética. El denominado Periodo Especial de los primeros años de los noventa, sin la ayuda de la URSS, fue devastador. Las «frazadas de piso» –bayetas para limpiar– se aliñaban con limón y ajo y la picaresca cubana las convertía en cualquier cosa comestible. El cubano se ha acostumbrado a inventar, y llama «inventar» a buscarse el extra para sobrevivir. Una vía que ha potenciado Raúl Castro tras suceder en la presidencia a su hermano Fidel es el alquiler de habitaciones privadas a turistas. Hasta hace poco era ilegal. Ahora la legalización entraña una importante vía de ingresos para el Estado. Por cada habitación cobra la hacienda cubana una media de 70 euros mensuales más el diez por ciento de todos los ingresos anuales. El doble del salario medio de los trabajadores del Estado, que son casi todos. «Éste es el comunismo», comenta una profesora, dueña de una casa colonial en una ciudad turística de Cuba, la única propiedad que conservó tras la reforma agraria que se puso en marcha en los primeros años tras la revolución del 59. En el salón de su casa hay una foto sepia de la finca que ahora explota el Estado. El régimen es una versión actualizada del «one for you, nineteen for me» de los Beatles: el 90% de la cosecha para el Gobierno y el 10% para el agricultor.
El cubano «inventa». Todos inventan para llegar a fin de mes. Aunque esta invención también ha creado un régimen corrupto. Conductores de autobús pagados por el Estado paran en pueblos y cargan carne, galletas y langosta. Parte se quedan para su consumo; parte la revenden en el mercado negro, la «bolsa negra» a la que recurren los hosteleros cuando aprieta la carestía. Los médicos se ganan el extra con «la palanca», que es el regalo que no se pide, pero que todo cubano conoce. «Si vas a hacerte una radiografía, lo normal es que las placas estén estropeadas. Pero casualmente el día que llevas la palanca las placas se arreglan y la máquina funciona». El comentario lo desliza un cubano que habla en voz baja y prefiere guardar su anonimato porque en «Cuba –dice– tenemos un régimen como vosotros teníais con Franco. La gente quería la revolución, pero no el comunismo».
Inventar para los camareros de hoteles y bares del Estado es la propina. Y para los que trabajan en las «galeras» de despalillado y torcido de las fábricas de tabaco son los puros que pueden sacar al mercado negro, cuando el guardia de la puerta hace la vista gorda, que también se gana la vida «inventando» de esta manera. El trabajador de una fábrica de tabaco gana 30-40 pesos convertibles. Va componiendo la tripa, la capa y el capote de los habanos en turno de mañana y tarde. Por la mañana, la lectora de la fábrica los instruye con el diario oficial, «Granma». Por la tarde, lee novelas mientras la mayoría se evade escuchando música. De estas novelas proviene el nombre de algunas famosas marcas de puros: Montecristo o Romeo y Julieta. Fidel Castro prefería los Cohiba Lanceros. Un puro Cohiba Lancero, sólo uno, cuesta en la Casa del Habano 15,9 pesos convertibles. Más de 15 euros. La mitad del salario mensual de un despalillador. «El sueldo es algo simbólico –dice uno de estos trabajadores–. Nos pagan para que no digamos que somos esclavos».
Hay en Cuba muchos críticos que hablan en voz baja, pero también revolucionarios acérrimos, como el guardián de la estación de radio de Trinidad, desde donde se divisa Tope de Collante y todo el Valle de los Ingenios. Frente a una escultura de José Martí, en la entrada a la estación, dice que «Fidel y Martí han sido las dos mayores figuras de Cuba». La revolución le ha dado un sueldo que dice es de 15 CUC (15 euros) al mes y unas vistas panorámicas con las que realmente se gana la vida. Como todo cubano, inventa. Recibe a los turistas con un zumo de mango, frutabomba o una botella de agua. Recita de memoria los metros de los cerros que se recortan al fondo y la producción azucarera de los antiguos ingenios. Pide la voluntad.
«Para que de verdad entiendas esto, tendríamos que comprar unas cuantas botellas de Havana Club y bebérnoslas durante varios días en el Malecón», dice entre risas el trabajador de una «casa de renta» de La Habana. Quien habla fue revolucionario convencido y sufrió por la revolución. Perdió en el atentado de Barbados a su primera novia, que viajaba en el vuelo 455 al que adosaron un par de bombas unos terroristas. Después de tantos años, no cree que el sufrimiento haya merecido del todo la pena. «Me enseñaron a leer, estudié, me enseñaron a pensar y para qué, si al final soy un sirviente». Recita de memoria versos de José Martí. «Iba un niño travieso/cazando mariposas;/las cazaba el bribón, les daba un beso,/ y después las soltaba entre las rosas». Es el poema «Dos Milagros» de la «Edad de Oro», catecismo escolar de los cubanos. En la «Edad de Oro» escribe Martí que «un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado». El régimen de los Castro idolatra el pensamiento martiano pero la opresión, después de medio siglo de comunismo, se impone a la libertad. «Esto es el comunismo, chico».
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