Alfredo Cepero. La Nueva Nación
Ha llegado la hora de que
Jeb y el resto de la dinastía Bush renuncien a futuros e inalcanzables sueños y confronten la realidad que tienen ante sus
ojos.
Jeb
Bush quiere desesperadamente ser presidente. El padre, la madre y el
hermano de Jeb quieren que éste sea presidente. La vieja guardia del
partido lo tiene como su candidato preferido y le ha proporcionado un
tesoro de campaña de 127 millones de dólares--103 del "superpac" y 24 en
donaciones directas--suficientes como para pulverizar a sus
adversarios en las primarias republicanas. En un principio pareció en
camino de ser coronado por su partido como lo ha sido Hilary Clinton por
los demócratas. Pero las cosas se le complicaron porque el huracán
político de este 2016 ha desafiado todos los vaticinios y
echado por el piso todos los pronósticos.
Después
de un presidente arrogante e inepto que ha hecho del
sarcasmo su arma preferida para insultar a sus adversarios y que ha
dividido a la sociedad norteamericana como ningún otro residente de la
Casa
Blanca, el pueblo ha perdido la paciencia y la confianza en los
políticos tradicionales. La hasta ahora "mayoría silenciosa" se ha
vuelto vociferante. La mayoría conservadora de este país ha decidido
arrancarle el poder a toda costa a la minoría de izquierda
que ha llevado a los Estados Unidos a la ruina económica y al
desprestigio internacional. No quieren diálogo sino confrontación,
no quieren negociadores sino vengadores. Y el traje de vengador le queda
grande a John Ellis "Jeb" Bush.
Al
igual que otros observadores del panorama político, pensé
en un principio que los principales obstáculos de Jeb para obtener la
postulación del partido eran su preferencia por el sistema
educativo del "common core" y su posición compasiva en asuntos de
inmigración. Pero, después de ver su pobre desempeño en
los debates y su forzada actuación en sus anuncios de campaña, he
concluido que el problema es el carácter y la personalidad del
propio Jeb. En los debates se le contempla incómodo y en los anuncios
parece ficticio cuando se quiere mostrar agresivo. Y eso no lo arreglan
ni los asesores más capacitados ni los millones de dólares para vender
su candidatura. Como diría mi abuelo, este caballo tiene
las patas "espiadas" y no hay jinete que lo pueda hacer cabalgar hasta
la victoria.
Ha llegado la hora de que
Jeb y el resto de la dinastía Bush renuncien a futuros e inalcanzables sueños y confronten la realidad que tienen ante sus
ojos. Tuvieron sus momentos de gloria y sirvieron al país con honestidad y
patriotismo pero se les pasó su cuarto de hora. Una retirada a tiempo preservaría su prestigio y pondría fin al ridículo
que ya están haciendo. Como ese de poner a un anciano depauperado a llorar en entrevistas televisivas. George
Herbert Walker Bush merece ser recordado como el hombre que organizó
una gran
coalición para liberar a Kuwait de las garras de Sadam Hussein y no como
una figura patética que no es la sombra de lo que fue.
Bárbara Bush debió haber aprendido de la forma en que Nancy Reagan
protegió a su "Roni" de miradas impertinentes cuando su marido
entró en la etapa final de su enfermedad.
Pero
el poder parece ser un virus que se
resiste a todo tipo de antibiótico. Por eso los Bush han sacado todos
sus cañones para lograr lo que sería un record digno del
libro de Guinness, con el padre y dos de sus hijos como presidentes del
país. En la historia de la democracia norteamericana solamente dos
familias, los Adams--John Adams y John Quincy Adams-- y los Bush--George
H.W. Bush y George W. Bush--han alcanzado el honor de que padre e hijo
fueran
presidentes de los Estados Unidos.
Esa
parece ser la razón por la
cual la dinastía Bush ha llegado al colmo de poner al patriarca a hacer
campaña. En su halagadora biografía "Destiny and Power",
el escritor Jon Meacham cita a Bush padre culpando a Donald Rumsfeld y a
Dick Cheney de los errores de George W. en la conducción de la guerra
de Irak. Un gesto fuera de carácter para un hombre moderado como Bush y
un esfuerzo desesperado por salvar del naufragio a la aspiración
presidencial de Jeb.
Por
otra parte, esta aspiración de
Jeb desafía tanto la lógica como la historia política de los Estados
Unidos. Resulta paradójico que en un país de
300 millones de habitantes no haya otro ciudadano con la capacidad para
ser presidente aún cuando no se apellide Bush. Además, tres
presidentes Bush en 27 años constituye, en el mejor de los casos, una
anomalía y, en el peor, una aberración. Jeb tendría
que dar razones muy sólidas para que los votantes norteamericanos
decidan perpetuar una dinastía que rompe las tradiciones
políticas del país y, en gran medida, niega esa virtud de la democracia
de la rotación periódica de los gobernantes. Hasta
ahora Jeb no ha sabido hacerlo y todo indica que no podrá hacerlo.
Las
encuestas, por otra parte, no dejan
lugar a dudas. En todos los sondeos a nivel nacional Jeb no ha logrado
jamás superar los números singulares, generalmente alrededor del
6 por ciento, que lo sitúan casi siempre en cuarto o quinto lugar entre
los aspirantes republicanos. Las encuestas sobre las primarias de New
Hampshire, donde tendrán lugar las segundas primarias republicanas, han
arrojado resultado devastadores. Jeb se encuentra en cuarto lugar, por
debajo de Trump, Carson y Marco Rubio, con el 9 por ciento de
aprobación. Todo esto a pesar de haber gastado 14 millones en anuncios
en ese
estado.
Sin
embargo, Jeb y la familia insisten en
el fracasado empeño. No han aprendido la lección de la vida de que,
sobre todo en política y en deportes, es tan importante saber
entrar como saber salir. Que retirarse con elegancia y en el momento
cumbre de la carrera preserva el legado y mantiene la dignidad. Pero,
como esos
boxeadores que insisten en subir al cuadrilátero cuando han mermado sus
energías, Jeb trató de minimizar las calificaciones de un
potente Marco Rubio e hizo el más soberano ridículo. Un ridículo que se
multiplicaría en proporciones geométricas
si llegara perder las primarias de la Florida, el estado donde realizó
una buena labor como gobernador.
Si
tuviera la oportunidad de hablarle a
los Bush les diría que, aunque les cueste reconocerlo, por su propio
bien y por el bien de la nación que han servido y amado, deben de
aceptar la realidad de que los nuevos tiempos y las nuevas
circunstancias los han convertido en una dinastía obsoleta.
11-23-2015
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