¿Quienes son los fundamentalistas?
A propósito de reconciliaciones sin transparencia.
Por:Alexis Jardines.
I
Un excelente post de Yoani Sánchez ―titulado «El buen intelectual»― resumió de manera insuperable en tres pequeños párrafos algo que me venía dando vueltas en la cabeza sin encontrar una vía expedita de materialización. Recomiendo su lectura como complemento del tema que voy a tratar aquí.
En su momento dediqué un artículo («Contracastrismo»), publicado en el blog de Estado de Sats, a los ciberfundamentalistas del exilio. Es obvio que no me identifico con esa postura, sin embargo, quiero dejar claro desde un inicio que su paranoia ―justificada o no― no es lo que obstaculiza el acercamiento entre los cubanos de la Isla y de la diáspora. Hay algo más aquí que debe salir a la luz.
El problema que se presenta, de inmediato, es el siguiente: quienes creen en los valores de la democracia no se pueden dar el lujo de adoptar una actitud exclusionista hacia los académicos oficialistas e intelectuales orgánicos que hoy hablan de reconciliar a todos los cubanos, a pesar de haber apoyado ―haciendo mutis en los casos más leves― la marginación de los que no comulgaban con el sistema comunista y su ideología marxista-leninista. Se dirá, con razón, que no toda la Intelligentsia de la Isla comparte la ideología revolucionaria, pero es justamente a esos que ―compartiéndola o no― siguen defendiendo el statu quo (entiéndase, la tolerancia represiva y las reformas sin cambios) a los que yo me refiero.
La vida es dinámica ―aunque Cuba permanezca estacionaria― y las palabras de Padura en el reciente debate de la UNEAC, por muy contestatarias que puedan parecer, ya son parte del problema y no de la solución. ¿Dónde estaba ese panel cuando expulsaron a Antonio José Ponte de la Unión Nacional de Escritores y Artistas? ¿Por qué parte del mundo andan los músicos de Havanization cada vez que arrestan a Gorki Águila? Ser revolucionario en la Cuba de hoy es ya un asunto de elección y el paquete contiene, entre tantas cosas aborrecibles, una ética versátil capaz de revertirlo todo sin la menor consecuencia.
¿A dónde fue a parar aquella Moral Comunista que estigmatizaba el dinero? Hoy nos encontramos a una cúpula gobernante ―junto a sus allegados y parientes― sedienta de dólares y dispuesta a todo para conseguirlos. Pero si quien no simpatiza con ella recibe un solo dólar, generalmente de un modo legal y justo, le cae encima todo el peso de la propaganda totalitaria con el socorrido «argumento del mercenario» en una reacción tan desmedida que llama a reflexión. Me preguntaré, para no salirme del tema, por nuestros intelectuales, artistas y académicos oficialistas. ¿Quién les paga? ¿Quién pone la comida en su mesa? No es el gobierno con los 20 dólares mensuales, son sus colegas capitalistas en el exterior. A imagen y semejanza de la cúpula partidista han sabido aprovechar muy bien las bondades del “Imperio” y de la democracia. Esta es la razón fundamental por la cual necesitan enarbolar el lenguaje del reencuentro y la concordia, el cual mantiene abiertas las puertas al intercambio cultural. Junto a académicos e intelectuales, los artistas ―no solo comprometidos con la Revolución, sino hasta militantes del Partido único― viajan a Miami en un trueque unidireccional y regresan con los bolsillos llenos de dólares. Amén del hecho (notado ya por Antonio Rodiles), que un verdadero intercambio debería llevar a la Isla a Willy Chirino y a Gloria Estefan tal y como se hace con Silvio y Pablo desde la otra orilla, mi pregunta es: ¿será que son consecuentes nuestros profesionales de las artes y las letras porque siempre se trató de la Doble Moral Comunista? Desde esta óptica se entiende que un revolucionario acuse a un exiliado de fundamentalista mientras aprueba y apoya los ancestrales e inamovibles estatutos del Partido único.
Por una parte, es cierto que una actitud democrática tiene que ser necesariamente inclusiva; por otra, no se puede pasar por alto, sin más, el vergonzoso juego de los que guardan lealtad al régimen a cambio de un par de permisos de salida al año y bajo la condición de delatar, llegado el momento, tanto a sus colegas en la Isla como a sus propios anfitriones que, en el exterior, les llenan los closets y las barrigas. Para solucionar esta paradoja debemos determinar primero de dónde proceden los ruegos conciliatorios y, en un segundo paso, entre quienes debe establecerse la concordia.
II
Es un hecho: el reclamo de acercamiento proviene de la alta dirección del Partido único, que con su estilo peculiar de trabajo ha movilizado a «todos los factores» (Iglesia, incluida) en pos de tal meta. También es obvio que, viniendo de esa instancia la petición, solo cabe esperar la exclusión de los no deseados por el régimen. A los que se dejan llevar por esos cantos de sirena es bueno hacerles ver que no se trata de algo nuevo, sino de la adaptación a condiciones aún más adversas del mandamiento castrista de Palabras a los intelectuales. Otra vez la práctica del divide y vencerás: se amplía el concepto «dentro de la Revolución» de tal modo que el propio exilio termine aislando a los ahora rebautizados como «incorregiblemente contrarrevolucionarios». De acuerdo a la idea castrista de reconciliación, esos ―como dice la tonada― no son cubanos. La parte positiva del asunto es que la historia de la Revolución se puede contar desde la perspectiva de la ampliación del concepto «dentro la Revolución»: mientras más se expande este, más aquella se diluye y volatiliza.
Hablando en plata, la emigración (económica o no) no necesita hacer las paces con nadie, pues tampoco es la responsable (con beligerancia o sin ella) de la ruina de la nación, sino, en todo caso, de su sobrevivencia. Es evidente que la división, la separación y las diferencias comenzaron a afectar ya ―más que a las familias― al propio funcionamiento del sistema (régimen). La emigración (exilio, incluido) no debe confundir el reencuentro con la permisibilidad. Con la élite partidista y la nomenklatura de segunda y tercera generación ―que se prepara para controlar el país tras una muy previsible privatización de empresas estatales― no se negocia. Si algún acuerdo hará menester sea, pues, con la sociedad civil.
Los militantes simples del Partido (único) tienen todas las posibilidades de insertarse sin pasado lastrante alguno en la futura sociedad democrática, pero pudieran comenzar desde ahora a ayudarse a sí mismos. Nada los obliga ya a seguir apoyando y participando de los excesos del régimen si tienen una posibilidad mínima de ganarse la vida en el sector privado. Ya nada justifica ni la indiferencia ni el desconocimiento.
No es posible que los creadores y pensadores independientes sean hostigados, vejados, arrestados, mientras los orgánicos y oficialistas viajan alegremente al extranjero capitalista e “imperial” como premio por su sórdida lealtad. No es posible que los opositores sean apaleados y encarcelados al tiempo que se habla en Cuba de recuperación de la diáspora. De manera que no es suficiente el estar en desacuerdo con el régimen ni tampoco soltar por aquí y por allá alguna que otra frase filosa. No se obliga a nadie a definirse, pero se debe explicitar lo que se siente. Hay muchos profesionales en la Isla que se ven ante el dilema de ser sinceros y consecuentes o derrumbarse internamente, corrompidos por la doble moral revolucionaria. El bocadillo de Padura fue osado, sin duda alguna, pero el guión de la reconciliación ya estaba escrito.
Hasta aquí solo he intentado invertir la propia lógica castrista. «Dentro», «inclusivismo» significaría entonces: todo menos los «incorregiblemente revolucionarios». La diferencia reside en que este último grupo no es una minoría excluida cualquiera, sino la élite política y militar ―excluyente ella misma― que ha arruinado a la nación y que detenta el poder totalitario por algo más de 50 años.
III
Como he mostrado en varios post para el caso de las reformas raulistas en general, también el acercamiento entre cubanos ―si este se promueve desde el Partido único― hay que recibirlo con sospecha. Al sector académico e intelectual (izquierdoso, marxista y militante) le conviene el movimiento, pero no el cambio, porque la admisión de currículums del exterior sería realmente embarazosa para una galopante mediocridad que escala posiciones en los centros docentes, culturales y científicos por el solo hecho de la confiabilidad política. No es el abrazo entre cubanos lo que interesa a este sector, sino las invitaciones de los colegas de afuera y el dinero de las instituciones “enemigas”. En efecto, ¿cómo podrían convencer a alguien en el exterior con su cantaleta reconciliatoria si evaden, en el mejor de los casos, a los que se desempeñan de forma independiente en la propia Isla?
En mi opinión, hay una jugada clara en todo esto: la reconciliación, además de ser el cebo para que la propia emigración financie la Cuba postchavista, es también la manera de involucrar a los emigrantes en la política de cambios raulista con lo cual, de paso, se divide al exilio acorralando a la parte beligerante.
Todavía circula en la blogosfera una declaración hecha por Fidel Castro en los ochenta y en la que conmina a marcharse de Cuba a los que no son revolucionarios, acotando que no se les quiere y no se les necesita. Pues bien, hoy cabría revertir la situación: el exilio no necesita de intelectuales orgánicos y académicos oficialistas, sino de esos florecientes proyectos independientes que coordinan a los que ―además de crear y pensar― trabajan también por la libertad y la democracia dentro del país. En realidad, ¿quién podría querer a unos profesionales cuyo desempeño se enmarca entre el lamido de botas (de la nomenklatura), el ser mantenidos (por el “Imperio”) y la delación periódica (de los no revolucionarios) a fin de conservar la posición ganada? Definitivamente, los anfitriones “imperialistas” deberían revisar sus políticas de intercambio, pero también los promotores de Miami harían bien con sacar otras cuentas a la hora de enrolarse en una empresa tan unilateral, sobre todo con músicos y artistas.
Es posible ―hasta un punto― mantenerse dentro de la institucionalidad sin ser políticamente confiable, solo que en tal caso el infiel suele ser anulado bajo un manto de silencio y denegaciones. Ante la opción de la complicidad, con el fin de obtener prebendas y reconocimiento, aplaudo la renuncia y la relocalización en proyectos independientes. Así, pues, si bien no el gobierno norteamericano pero si la emigración ―desde las universidades, galerías, museos, etc.― podría enfocarse en facilitar el intercambio con esta vía alternativa. Solo entonces será válido plantearse la pregunta por la morada de la cultura cubana, cuyo futuro no está en la Cuba oficialista sino en los espacios alternativos hacia donde se escurren día a día los nuevos creadores, obviando olímpicamente a las vacas sagradas que, desde aquellas reuniones de 1961 en la Biblioteca Nacional, crecieron más bien como carneros. Si algo debe quedar claro hasta para las mentes más obtusas es que el punto de unión de todos los cubanos no puede ser el topos «dentro de la Revolución», sino el espacio público de la sociedad civil.
Fundamentalistas, en suma, son los que todavía hoy permanecen bajo el amparo de las instituciones y legitiman con su participación, letra y membrecía las políticas culturales, educacionales y científicas, asentadas todas en aquél abominable y bochornoso acto inaugural (Pecado Original) de la cultura revolucionaria que fue Palabras a los Intelectuales, en el que Fidel trazó las pautas de su aventura dictatorial y exclusionista: «Dentro de la Revolución, todo; [fuera] de la Revolución, ningún derecho». Y donde lo más osado que se le oyó musitar a un intelectual fue: «Tengo miedo».
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