AQUEL RESPETO
Por Esteban Fernández Roig
Donde yo nací y me crié un hombre se encontraba con una conocida en la calle y al entablar una conversación con ella se quitaba el sombrero o la gorra.
Y dicho sea de paso: Las gorras y sombreros tampoco se usaban cuando estábamos bajo techo.
Usted estaba sentado y se acercaba un amigo, y había que levantarse para estrechar su mano.
Yo he visto hasta a invalidos en sillones de ruedas tratando de levantarse al escuchar nuestro himno nacional .
Llevábamos un peso en la cartera SIN GASTARLO. Era solamente para el improvisto de tener que pagarle la entrada al cine, el pasaje de la guagua y hasta para brindarle una Coca Cola a una amiga.
Jamás una dama pagaba por una cena en un restaurante. Y en el exilio Hugo J. Byrne me enseñó que no debía comenzar a comer hasta que la última mujer en la mesa se llevara el tenedor a la boca.
Parábamos en seco a todo atrevido que lanzara una mala palabra o un chiste de mal gusto delante de nuestras madres, esposas, novias, hermanas, hijas, amigas y hasta conocidas.
En todo momento, en todo lugar, cederle el asiento a una dama, y abrirles las puertas. Clases en las escuelas de MORAL Y CÍVICA.
Siempre llevábamos un pañuelo limpio y hasta con dos góticas de “Guerlain” para brindárselo a una dama en determinados momentos.
Los viejos eran considerados “venerables ancianos”, la admiración y los halagos a una mujer tenían que ser expresados con mesura y respeto.
Había que “pedir la mano” a los padres de la muchacha antes de iniciar un noviazgo.
Pedir todo por favor, dar las gracias, tratar de usted, de “señor, señora, señorita”, dar “los buenos días, buenas tardes y buenas noches”.
Prácticamente desde la cuna nos enseñaban a ser caballeros.
Hasta que llegó un desfachatado, cochino, asqueroso, bola de churre, a implantar la chusmería, las malas palabras, las groserías y la sumisión a su estrafalaria figura.
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